lunes, 3 de mayo de 2010

LA ULTIMA CENA

Mi cuerpo ya oscila entre los 36 y los 36.5 grados centígrados. Los mocos han adquirido una consistencia más espesa y bastan cinco o seis servilletas de papel al día para que no resulten un problema. La tos no duele porque pasó a ser un medio de evacuación de porquerías que mi cuerpo no necesita. Y hace varias decenas de horas que no estornudo.

Hace frío. Llovizna. Si bien es la primera vez en días que me siento una persona no quiero salir a la calle. Por eso debo llamar a mi padre para cancelar nuestra cena característica. Porque prefiero quedarme en mi casa. Guardado. Protegido.

Mientras llamo pienso en lo que estoy cancelando. En lo jugoso, tierno y sabroso de lo que estoy cancelando. Y mi estomago me patea recordándome que existe. Luego de días de no interactuar retomamos contacto. Lo que siento no puede considerarse apetito sino un profundo deseo de alimentación suculenta que podría según algunos autores especializados considerarse necesidad.

La llamada de cancelación se convierte en una llamada de invitación. A visitarme. A ver mí casa limpia. A cenar con el milagrosamente recuperado. Y acepta. Porque mi padre tiene una extraña obsesión con mi departamento.

Mi hermano demostrará durante toda su estancia el descontento que le ha generado el no comer en la habitual parrilla. Mi padre cuestionará cada detalle de mi vida independiente. Esté o no visible. Incluso mi relación con el gato, intentando arrojarlo por el balcón.

De pronto vuelvo a sentir todos los síntomas que horas atrás eran un recuerdo. Y me pregunto si una tira de asado del más noble ejemplar vacuno vale mi salud mental. Y corto, mastico y trago. Y la respuesta la expresa sin palabras mi sonrisa.


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