viernes, 30 de abril de 2010

UNA PESIMA BUENA NOTICIA

Hay veces que creo que soy diferente del resto de la humanidad. Diferente mal. Diferente como nadie desearía. Hay veces que creo que soy el único ser humano al cual las buenas noticias le traen inconvenientes. Soy el único que recibe malas buenas noticias.

Ya había tirado la toalla hace tiempo. Bastante. Lo suficiente para que juntase hongos y olor a humedad. Y a pie sudoroso. Me había visto como un desempleado crónico. Calvo. Obeso.

El teléfono sonó para, además de arruinar mi encuentro sexual, darme lo que cualquiera interpretaría como una buena noticia. Repregunté varias veces dado lo increíble del llamado. Creo que alteré a una empleada de recursos humanos de nombre Silvana, que para el final de la conversación había perdido por completo el tono dulce con el que se presentó al atender la llamada.

Una gran corporación había decidido que yo contaba con las aptitudes necesarias para sumarme a sus filas. Era evidente que una gran corporación había cometido un gran error. O había comenzado a implementar un ambicioso plan de reinserción social.

Acepté. Corté. Pensé. Me alteré. Como no quedaba ni té verde, comí con voracidad un paquete entero de galletitas de agua en lugar de fumar. Mi presente me había planteado un desafío insospechado. Mi futuro dependía de mi desempeño en los próximos seis meses que duraría mi contrato de prueba. Dudé de mí. Dudé de quienes me seleccionaron. Sabía que eran ellos quienes habían cometido un error. Y no podía dejar de pensar en que seguramente pasado mi contrato de prueba, si es que llego a terminarlo, me despedirían. Y me deprimiría. Y engordaría.


jueves, 29 de abril de 2010

UNA DE SEXO

No recuerdo el tiempo que hacía que mi lengua no invitaba otra lengua a jugar a mi boca. Tampoco intenté recordarlo. No podía importarme menos. No en ese momento.

De un golpe seco caímos los dos en mi cama. Yo debajo. Por suerte. Porque estoy gordo. Y porque estoy gordo debe manejárseme con cuidado. Porque me convierto en un objeto peligroso. Tal vez mortal.

Giramos sobre el colchón un par de veces. Nunca los 360 grados. Porque jamás perdí de vista el asunto de no quedar por encima. Aún después de tanto tiempo no había perdido la capacidad de pensar en otra cosa. De estar en los detalles.

Mi cama recibía otro cuerpo. Mi cama tan exquisita. Tan selectiva. Mi cama que había dejado de discriminar género, color y edad. Que había decidido eliminar las fronteras y convertirse en un prócer de la tolerancia. O por lo menos eso me hacía creer. Nos hacía creer.

Las sábanas estaban sucias y no me importaba. Había dejado a la vista varias muestras gratis de productos contra la calvicie y no me importaba. Mis zapatillas de olor a pata habían quedado del lado de adentro de la casa y no me importaba. No tenía cigarrillos porque ya no fumaba. Nada me importaba.

Hay vicios que son realmente incontrolables. Que están demasiado arraigados. Y el celular sonando despertó una de mis patologías más severas. Ni mi primer encuentro sexual en miles de horas podía hacer que deje un teléfono sonar sin atenderlo. Y eso hice.

Salí al balcón buscando privacidad. Y porque la conversación era importante. Y duraría varios minutos. El tiempo suficiente para volver a mi dormitorio sólo para encontrar mi cama vacía. Con las sábanas sucias. Con olor a pata.

miércoles, 28 de abril de 2010

COMO DEJE DE FUMAR

Usé lágrimas para disolver el cubo que convertiría una porción de fideos en una porción de fideos al pesto. Última porción de fideos en ese paquete. Última porción de alimento en mi alacena. Porque la idea de alimentarme de cubos de sabor artificial deshidratado resultaba absurda. Y fuera de eso y té verde no había otra cosa en la alacena.

No tenía comida. No tenía dinero para comprar comida. No tenía trabajo para conseguir dinero.

Atravesaba la etapa en la que una persona normal decide vender su cuerpo para llevar el pan para su mesa. Idea abandonada en el preciso instante que pasé frente al espejo y deduje que era imposible comprar pan con los beneficios que pudiese dar mi cuerpo.

No quedaba anuncio por aplicar. No quedaba área de trabajo por explorar. Era un hecho que el mercado laboral me había decretado como 100% inútil. Y no va a pasar mucho tiempo para que yo también lo crea.

Era la primera vez en muchos años que necesitaba fumar un cigarrillo. Porque siempre fume por gusto. Siempre prendí el cigarro clave en el momento oportuno. Y rara vez por nervios o ansiedad. Porque no tengo personalidad adictiva. Y para una persona con mi suerte, es una suerte.

Comprar cigarrillos había quedado indefectiblemente fuera de tablero. Llegué a pensar en reclamarle a mi vecina el tabaco que le había convidado dos años atrás cuando me mudé a este piso. Revolví la casa sin éxito en búsqueda de un cartel que dijese “fúmese en caso de extrema necesidad”.

Y una idea absurda dejó de serlo. Vacié dos saquitos e improvisé con servilletas de papel un cigarrillo. Realmente iba a hacerlo. Lo encendí. Y pité. Y fumé el té verde. Y tosí. Y me reí mucho. Creo que acabo de convertirme en un ex fumador.


martes, 27 de abril de 2010

BOB, EL CONSTRUCTOR

Pensaba con la mirada fija en un punto sobre la pared que separa mi departamento del de mi vecina. Una pared grande. La más grande de mi departamento. Blanca.

Sobre los sillones plegables cuelga un lienzo. Abstracto. Sutil. De composición colorida. Alabado por cualquiera que haya entrado a mi departamento. Y a mi me gusta. El cuadro. El respeto que genera un lienzo. Pero no me ocupa la cabeza en este momento. Porque mi vista se fijaba en un punto. Desagradable. Una cicatriz imperdonable en el medio de mi pared.

Un clavo enorme. Grueso. Largo. Un clavo que yo no puse. Porque jamás clavaría algo así en mi pared. Clavo del que según pude comprobar en fotos colgaba un reloj inmundo. Ordinario. Un clavo que concentraba todo el egoísmo y la falta de respeto de R. Todo eso en el trozo de hierro que arruinaba el blanco impecable de mi pared. Y que no podía sacar porque la consecuencia sería peor.

Nuestros valores habían resultado absolutamente incompatibles. Ambos coincidíamos en que la buena cama era esencial. Al igual que el buen humor. Y poder mantener conversaciones interesantes. Pero mientras contemplaba el clavo me daba cuenta que era imposible construir sobre bases tan divergentes.

Yo pensaba en R. R. pensaba en R. Y ahí se evidenciaba la discrepancia. Porque quizás ambos llegábamos a la misma conclusión pero a través de valores completamente disímiles. Compartíamos el carácter indispensable de esa tríada de características que hacen a una pareja. Sólo diferíamos en un detalle. ¿Qué es “bueno”? ¿Para quién es “bueno”? Y mientras tanto el clavo.


lunes, 26 de abril de 2010

INGENIERIA MARITAL

Buena cama. Buen humor. Buena charla. Tres pilares sobre los cuales se debe construir cualquier relación. La base. Los componentes esenciales sin los cuales resultaría imposible concebir una pareja. La clave del éxito, en el mundo según R.

La idea no sonaba descabellada. Parecían pilares lógicos. Estables. Resistentes. Sabía que existía una posibilidad de derrumbe. Porque el error siempre esta presente. Porque no puede eliminarse sino minimizarse. Y jamás pensé que esta estructura sería tan débil como para no resistir siquiera el golpe de un llavero. Y desmoronarse por completo.

Tenía forma de península itálica. Los colores de su bandera. Y como todo souvenir, el nombre del país. En imprenta mayúscula. No valía mucho. Y quien me lo había regalado lo había hecho más por una devolución de gentilezas que por cariño. Pero el llavero no estaba más. Y mi último recuerdo databa del momento en que dejé mi departamento en manos de R. durante mi estadía en el viejo continente.

No fue a propósito, sino porque justo el llavero vino a mi cabeza en ese momento. Y se lo pregunté frente a los asistentes a una reunión discreta en su casa. Porque no era un tema para considerarse privado, en principio. Y porque jamás imaginé su respuesta.

Yo se donde está el llavero. Se perdió. No te lo dije porque no te habías dado cuenta.

Lo dijo con tono culposo. Infantil. Como un preadolescente a quien descubrieron escapándose del colegio. Y yo me llené de ira. Sólo pensaba en desfigurarle la cara con un matafuego. Porque me enferma la gente cobarde. Y los infantilismos. Y la falta de educación. Y de respeto por el otro.

Reevalué los pilares. Y me di cuenta que no podrían sustentarse sin una estructura más compleja. De valores compartidos. De compatibilidad de clase. De educación. De respeto. Reforcé el concepto de hombre como ser social. Concepto ausente en R.


domingo, 25 de abril de 2010

¡GRACIAS FARADAY!

Soy aficionado a las estructuras. No soy muy fanático de las sorpresas. Esa noche la agradecí. Como también agradecí a Michael Faraday por haber descubierto el fenómeno de inducción magnética y todo lo que ello implica. Porque fue gracias a un imán que nadie centró su mirada en mi cabeza. Ni en mi panza. Porque los cinco sentidos de cada uno de los presentes estaban alineados hacia un imán.

No era la primera criatura que mi generación había creado. Si era la primera criatura que uno de los miembros del grupo había creado a conciencia. Su antecesora había llegado un año y medio de terminado el colegio y en circunstancias catastróficas. Y también ha habido varios que se quedaron en el camino. Pero esto era distinto. Esto era significativo. Y si bien no era un problema para los padres, lo era para mí.

Miraba el imán y me preguntaba si efectivamente ese era el disparo que anuncia la largada. Me preguntaba cuantos imanes más irían a repartir en el próximo encuentro. ¿Acaso debíamos empezar a reproducirnos? Se me puso la cara roja y empecé a sudar. Sintomatología que desarrollé de pequeño y me impidió toda la vida disimular mi ansiedad y nerviosismo. Pensaba en crear una criatura. Pensaba en los presentes creando criaturas. Lo que ví es catastróficamente indescriptible.

La evidencia me decía que era imposible que yo engendre una criatura en los próximos años. Porque la relación más larga que había establecido en los últimos tiempos era con un durazno en el fondo de mi heladera. Y no me tentaba mucho la idea de traer al mundo un niño durazno.

Seguí mirando el imán y de pronto mi cara retomó el color habitual. Y volví a agradecer a Michael Faraday. Me hizo olvidar por completo de mi contribución a la conservación de la especie. Porque mi cabeza se había llenado con una sola pregunta: ¿Qué le hace creer a un padre, que otra persona querría tener la cara de su hijo mirándolo a los ojos cada vez que abre la heladera?


sábado, 24 de abril de 2010

PROMOCION 1810

Pocos amigos me quedaron del colegio secundario. Porque soy antipático. Porque no fueron mis amigos durante el colegio menos lo irían a ser después. Y porque muchos enloquecieron luego de terminar la secundaria. Algunos durante. Bastantes durante. Caigo en cuenta que de adolescente ya atraía hacia mi entorno personajes con las más diversas patologías psiquiátricas.

Me aburren mucho los reencuentros. Reencuentros cada vez menos frecuentes. Porque son iguales. Todos. Porque no me gusta ver gente que no maduró una hora desde el día que nuestro profesor de matemática nos dio el diploma. Porque me aburre escuchar las mismas anécdotas. Con el mismo tono. Las mismas pausas. Las mismas risas casi ensayadas. Los mismos suspiros de nostalgia ubicados en el relato con una precisión absoluta.

Voy a todos. En los últimos doce años jamás me he perdido un reencuentro. Tengo mis motivos. Por un lado salir de mi casa me resulta cada vez más necesario. Desde el otro extremo, ver comportamientos infantiles en personas de treinta años me recuerda el maravilloso don de la cordura. Y me hace sentir aunque sea por un instante que no estoy completamente desbarrancado.

Por sobre eso prepondera un motivo. Un instante. Son minutos valiosísimos que justifican volver a escuchar el relato de cómo en cuarto año le pinchamos las cuatro gomas a la renoleta de la profesora de matemáticas a la que luego vimos resbalarse y quedar inconsciente en la puerta del colegio mientras iba a denunciarnos con el director. Y fingir las risas en el momento en que ya todos sabemos que hay que hacerlo. Y pronunciar el nostálgico “te acordás” en si bemol.

Es ese instante inicial al que esta vez le temía más que a una jauría de perros rabiosos. Porque era probable que esta vez no pueda reírme hacia mis adentros. Ni comentar con mi amigo en el baño. Porque quizás sería el año en que yo sería. El más gordo. El más pelado. El más sucio. El más soltero. El más solo. El menos.


viernes, 23 de abril de 2010

¡GRACIAS A DIOS QUE ES VIERNES!

Se lo dije con el tono más empático que pudo salirme en ese momento. Porque el relato de lo agotadora que había resultado su semana parecía dispuesto a apoderarse de toda mi energía. Me dio la razón. Agradeció la llegada del viernes. A mi francamente hace tiempo que me da igual un viernes o un martes. Pero la sociedad parece juzgarte si no recibís con alegría y agitando una matraca la llegada del fin de semana.

Me gustan mucho los indicadores. Me cuesta confiar en la gente. No confío en el que se molesta en defenderse. No confío en quien se vanagloria del carácter ideal de su pareja. Definitivamente no le creo a aquellos que viven quejándose de que no tienen un minuto libre.

Vuelvo a pensar en este tema de haber dejado de medir el tiempo en semanas. Reformulo mi teoría. Reconozco la existencia del fin de semana. Y lo odio. Porque me hace odiar. A la gente inactiva. A la gente inactiva que se avergüenza de su inactividad. Y de su vida. Y es el fin de semana el único momento en el que no pueden alegar falta de tiempo libre. Y aún así lo hacen. Y a mi me exaspera.

Tengo una sinceridad particular. Extrema. Violenta. Y uso casi siempre un tono bastante agresivo y tajante. Por eso le caigo mal a la mayoría de las personas que me conocen.

Mi sentimiento hacia esta persona comenzó como admiración. Luego cariño fraternal. Luego indiferencia. Luego pena. Hoy es asco. Asco de cómo la ausencia total de amor propio la llevó primero a una vida de autodestrucción y marginalidad para luego esparcir su veneno sin respeto por nada ni por nadie. Asco de verla como desde una cama, sea martes o sábado, sea de día o de noche, siempre comiendo, alegar cansancio. Alegar no poder dejar de trabajar. Y criticar gente. Gente hermosa. Gente con metas cumplidas. Y metas por cumplir. Gente que se quiere. Y que supo quererla. Y no se dejó. Y entre bocado y bocado les mordió el cuello. Sin efecto. Porque la gente hermosa es inmune al veneno.


jueves, 22 de abril de 2010

FRANCAMENTE, NO ME INTERESA

Hoy tuve una charla con un amigo extremadamente necesario en mi vida. Amigo por sobrepasar mis estándares de valores. Necesario por mantenerme siempre con los pies en la tierra.

Lo genial de esta persona es lo universal de sus respuestas cada vez que le planteo un problema. Problemas enormes. Problemas trascendentales. Problemas que ponen en jaque mi estabilidad mental. La respuesta es siempre la misma: No me importa. Y con aire de superioridad sigue tipeando en su computadora portátil. Porque eso es lo que hace el mayor porcentaje de su tiempo. Cuando no duerme. Cuando no come. Tipea.

Yo no digo nada. Y me acaloro. Y recorro la habitación con la mirada buscando el objeto que más daño le haría al impactar contra su cabeza. Y me voy. Y el me saluda sin intentar detenerme. Y me pongo aún más nervioso. Y juro jamás volver a recurrir a él cuando tenga un problema.

Me cuestiono como puede existir una persona tan poco sensible a los problemas ajenos. Y camino. Me pregunto como puedo sentir afecto por una persona tan poco sensible a los problemas ajenos. Y los puños se aprietan cada vez más. Y sudan. Y me pregunto porque tengo una amistad unilateral. Porque él es mi amigo. Y no le importan mis problemas. Por lo que yo no soy su amigo. Y llego a mi casa con el cuero cabelludo extremadamente tensionado y contracturado.

Me acuesto para iniciar el ritual de ocho horas de giros y piruetas hasta lograr quedarme dormido. Pienso en que el volumen de pelo en mi almohada mañana será mayor a lo usual. En que no puedo dormir. En mi problema. En que a mi amigo no le importa. En por qué no le importa. Y deja de importarme mi problema. Y me levando liviano.


miércoles, 21 de abril de 2010

CUCURRUCUCU

Mis pensamientos eran variados. Tenía que deshacerme de un cadáver. Tenía que limpiar el balcón. Tenía que diseñar un mecanismo que evitase la entrada del felinezco vecino a mi casa. Y entre tanto repetía en mi cabeza la frase: “Odio a los gatos más que a cualquier otra cosa”.

Ver de cerca la paloma muerta me generó un repentino respeto hacia los gatos. Un respeto similar al que podría tenerle a los tigres de bengala. O a la electricidad. Un respeto que haría que jamás permita al invasor volver a entrar a mi casa.

Supe tener un perro. Mi perro mató una rata dejándola irreconocible. Deshecha. Al punto que no podría ser distinguida de un mapache o de una porción abundante de guiso de lentejas. Porque fue un juego. De consecuencias nefastas, pero un juego. Bruto. Desprolijo. Baboso.

La paloma estaba apoyada sobre el lomo. Con las alas comprimidas. Las patitas rectas apuntando hacia arriba. Un tajo le abría el cuerpo por la mitad. Y desparramaba algunas de sus tripas. Un tajo preciso. Como el que haría la mano de un cirujano empuñando un bisturí filoso. Era claro que no había sido partícipe de un juego. Era claro que había sido ejecutada.

Entré y salí varias veces dando arcadas. No había forma que pudiese hacerme cargo de levantar ese desastre. Desastre del que debería hacerse cargo mi vecina. O su gato mismo. Deshaciéndose del cadáver junto con mi hombría. No podía tampoco dejar que eso pase.

En medio de un grito logré despacio meterla en una bolsa de papel con manijas. Bolsa que levanté con el palo del escobillón y guardé adentro de otra bolsa. Que dejé en el palier de mi casa. Y tiré un litro de lavandina concentrada. Y deseé que el gato se la fuese a tomar. Y me arrepentí. Porque no era capaz de hacerme cargo de otro cadáver. No en la misma semana.


martes, 20 de abril de 2010

LOS INTERIORES DE UN TRIUNFADOR

Tengo que ponerme los pantalones pero no quiero. Los calzoncillos que tengo puestos me hacen sentir poderoso. No se porqué. Me gusta usarlos. Me gusta vérmelos puestos. Con ellos soy más importante. Mejor persona. Incluso llego a pensar en la posibilidad de salir a la calle usando sólo mis calzoncillos de alta jerarquía. Quizás también una corbata. Luego recapacito.

Después de deleitarme con una canción de Divididos, el eclecticismo extremo que tomo posesión de mi lista de reproducción pone a prueba mi instinto suicida con una canción de Caetano Veloso. Y yo me alarmo. Y pienso en mi balcón. En la paloma herida que allí habita. Y en que ni ayer ni hoy le di de comer.

Con una servilleta de papel junté migas desparramadas por la mesa y encaré hacia el balcón. En calzoncillos por supuesto. Y con la esperanza de que mucha gente me viese. Porque pensarían que soy un triunfador. Porque sólo así podría estar usando esos calzoncillos. Deseaba que la casualidad haga que alguien me tome una fotografía. En alta definición. Yo importante. Yo en calzoncillos alimentando a una paloma herida. Y manteniéndola fuera de las garras de un malvado gato. Me vanagloriaba de sólo pensarlo.

R. odia esos calzoncillos. Los detesta más precisamente. Porque son deserotizantes. Y a mi no me interesa. Porque no sabe que los tengo.

Toda mi gloria se desmoronó instantáneamente. Mi imagen triunfal que no podría superarse ni por un candidato a presidente besando leprosos se evaporó con la imagen de una tragedia. Sentí caérseme los calzoncillos. No podía precisar el tiempo que el cadáver estaba acostado junto al compresor del aire acondicionado. Porque llevaba dos días sin asomarme al balcón. Y tampoco puedo precisar porqué tuve que correr a mi cuarto. Y ponerme pantalones. Y medias. Y zapatillas.


lunes, 19 de abril de 2010

PASION DE MULTITUDES

Mientras camino hacia la parrilla donde tengo que encontrarme con mi padre y mi hermano, pienso. Me cuestiono el porqué del encuentro. Masoquismo seguramente. Muchas ganas de salir de mi casa. El asado es un factor determinante también.

Vienen de ver un partido de fútbol. Y a mi no me gusta el fútbol. No al punto de dejar que saque lo peor de mí. Y no me gusta hablar de fútbol. Porque no me gusta debatir trivialidades con la pasión que supongo deben tratarse asuntos de política internacional.

Ellos sólo hablarán de fútbol. Se quejarán y debatirán a los gritos si su equipo pierde. También lo harán si su equipo gana. O si empata. Y yo voy a mirar el cielo si comemos afuera o el techo si lo hacemos adentro. No intentaré fijar la vista en alguno de los televisores de plasma que decoran el lugar porque seguro también estarán hablando de lo mismo.

En algún momento yo voy a pedir cambiar el tema. Porque somos tres. Y porque no nos vemos todos los días. Y porque no se puede discutir con tanta intensidad de un juego. Me retrucarán que es un espectáculo. Qué es la pasión más grande de la humanidad. Lo que une al país. Y a mí se me cambiarán de lugar los órganos. Y atacaré de manera punzante la autoestima de mi padre desde una altanería intelectualoide. El a los gritos dirá que está bien, que si quiero podremos hablar de la concha de Susana Giménez.

Entonces ese es el momento en que yo dejo de hablar. Porque me alteran ese tipo de situaciones. Me avergüenzan. No me gustan. Y mi padre también dejará de hablar. Y hará ruido al cortar la comida. Al apoyar la copa en la mesa. Al servirse sprite. Y mi hermano me dirá que volví a arruinarlo. Y yo me quedaré en silencio cuestionándome el porqué del encuentro.


domingo, 18 de abril de 2010

SADISMO VIA CHAT

Contaba con el tiempo justo para ponerme los pantalones. Ni un minuto más. Debía correr a encontrarme con mi padre que volvía de la cancha. Para cenar. No es estricto con la puntualidad, pero yo tenía mucha hambre.

Un sonido estridente y gracioso. Irritante a la vez. Una ventanita que titilaba entre un gris y un naranja. R. necesitaba decirme algo antes que yo salga de mi casa, y leí su mensaje (corregí la gramática porque no tolero leer errores):

R. dice:
¿Tenés que bajar? Porque necesitaría unas empanaditas…

Ernest dice:
Ah bueno, pero AH BUENO.

R. dice:
Pero no tengo ganas de ir hasta la rotisería.

Ernest dice:
No tenés el más mínimo vestigio de cara. ¿Vos me estas pidiendo que te compre comida y te la lleve a tu casa o estoy entendiendo mal?

R. dice:
La idea es la que sigue: Bajas, las encargas y les pasas mi dirección.

Ernest dice:
Ah, menos mal, sólo querés que te las compre y te las haga mandar, pensé que estabas pidiendo algo desubicado.

R. dice:
Tengo el teléfono, ¿lo vas a hacer o llamo?

Ernest dice:
NO

R. dice:
No ¿qué? ¿NO LLAMO O NO LO HACES?

Ernest dice:
¡Pedí vos tus empanadas!

R. dice:
OK, GRACIAS POR TU HOSPITALIDAD. Ahora llamo. ¿Ya te vas a comer?

Ernest dice:
Si. Asado. Porque como asado.

R. dice:
Cerrado. Ahora me quedo sin comer… la.

Ernest dice:
No me conmoves.

R. dice:
Ahora voy a llamar a otra.

Ernest dice:
Pedí sushi.

R. dice:
¡Ja! Mariconadas no. Voy a comprarme unas empanadas por acá. NO ME QUERIA CAMBIAR Y BAJAR E INTERACTUAR FACE TO FACE CON NADIE.
BYE

Ernest dice:
Chau. Ojala esté todo cerrado y te quedes sin comer.

R. aparece como desconectado. Recibirá sus mensajes la próxima vez que inicie sesión. Pero a mi me encantaría saber ahora si leyó mi última línea.


sábado, 17 de abril de 2010

VIAJERO DEL TIEMPO

Primero debe especificarse una fecha. Día. Mes. Año. Hora. Luego tirar de una palanca o apretar un botón. Lo curioso de la máquina del tiempo es que no nos permite volver a vivir nuestras situaciones del pasado sino observar en carácter de espectador momentos anteriores de nuestra vida. Así me sentí el día que tomé la decisión de volver a la facultad a cursar de nuevo la materia que tengo pendiente.

Entré al aula tres minutos antes del horario estipulado. Un aula llena de personas conversando, gritando, riéndose, quedó completamente en silencio con mi presencia. El ruido de los pupitres que se arrastraban me perforaba el cráneo con la misma intensidad en que lo habían hecho esos mocosos impertinentes confundiéndome con un docente. Los que quedaban dados vuelta miraron al frente y varios de la primera fila me dijeron buenas tardes. Yo me senté en la segunda hilera de bancos. Y poco a poco el murmullo comenzó a acrecentarse. Risas varias. Hasta volver al estado de caos previo a mi llegada.

Yo estaba sentado en el último banco. Casi no me podía distinguir la cara. Me hamacaba con aire altanero. Bostezaba. Garabateaba hojas. Hablaba con mis compañeros. Me hubiese sacado un zapato para arrojármelo de lleno en la cabeza y ordenarme prestar atención. Pero recordé que tenía un agujero en la media. Y ya había sufrido suficiente humillación el día de hoy. Me paré y salí a fumar al pasillo.

viernes, 16 de abril de 2010

SILENCIO, HOSPITAL

Como de costumbre no había podido dormirme hasta la salida del sol. Porque el insomnio se empecinó en destrozar mi sistema nervioso. Y porque además había llovido toda la noche. Y los truenos no resultan el mejor arrullo.

Conciliado el sueño me despiertan los gritos de mi vecina. Con un inconfundible enojo gritaba un nombre que por suerte no era el mío. En un estado de semiconsciencia traté de imaginar lo que podría estar pasando. Muy lentamente mi cerebro ataba cabos para avisarme que el nombre que estaba escuchando era el de su gato. Resoplé con resignación. Porque odio a los gatos. Y en particular a ese que me atormenta como el cuervo de Poe.

Sin darme cuenta logré dormir una hora más. Y me desperté ya en un clima tranquilo. Tambaleando como un borracho llegué a la cocina. Y miré por el balcón. Siempre lo hago. Y vi la escena de lo que aparentaba haber sido una masacre.

Barro. Plumas. Sangre. Una voz grave y afónica dentro de mi cerebro insultó a todas las especies felinas. Abrí la puerta y la vi atrás del flamante compresor del aire acondicionado. Acurrucada. Dolorida. Asustada. La voz en mi cabeza extendió el insulto anterior a aves y afines.

Busqué dos bolsas. Una la iría a usar de guante. Porque las palomas me dan asco.

Intenté agarrarla pero salió corriendo. No muy veloz, pero en mi estado de somnolencia un caracol herido podría ganarme una carrera. Desde el otro extremo del balcón me miraba. Extendí la mano para agarrarla y embolsarla. Ella extendió sus alas para volar. Y no pudo. Y corrió. Y cayó de pecho al suelo. Y se levantó. E intentó volar nuevamente. Y esta vez logró elevarse unos centímetros. Unos centímetros que le bastaron para ganarse mi respeto. Y unas migas que tenía en la panera. Y un hogar para recuperarse.


jueves, 15 de abril de 2010

LA FELICIDAD DEL INFELIZ

No le creo a nadie que alegue ser feliz. Porque no se me ocurre un estado de mayor infelicidad que el de la felicidad plena. Veo imposible vivir sin generar tensión creativa. Tensión, fuerza que nos va empujando hacia una meta. Tensión que se genera por la diferencia entre nuestra realidad y nuestro ideal.

Reconozco también el peligro de la infelicidad absoluta. Cuando esa tensión en lugar de acercarnos a la felicidad convierte nuestra realidad en nuestras metas. Cuando nos estanca. Me viene a la mente la imagen del coyote siendo aplastado por una roca gigante atada a un resorte.

De esa definición de tensión creativa es que concluyo en lo igualmente peligroso que resultan los estados plenos. Ser infeliz. Ser feliz.

Yo conocía su estilo de vida. Su condena que disfrazaba de sabia elección. Su incapacidad de ganarse el respeto de un hombre que disfrazaba de libertad. Su inmadurez que disfrazaba de la picardía de llevar a su cama hombres que no crecían mientras ella seguía haciéndolo.

Disertaba sobre su marginalidad convirtiéndola en un ejemplo de rebeldía y éxito personal. Hablaba y hablaba sobre su felicidad. Excesiva. Plena. No la interrumpí. No la contradije. La deje explayarse. Y vi las caras de los presentes. Y me regocije un poco. Y otro poco sentí pena. Pobre persona feliz.


miércoles, 14 de abril de 2010

SOBREVOLANDO EL F14

La risa de los presentes parecía ser el catalizador perfecto para que sus palabras fluyan con más énfasis. No escatimó en gestos. Variaba el tono de voz según la historia lo requería. Yo miraba atónito y claro, también reía. Porque no quería quedar en evidencia. Y porque desde el punto de vista objetivo era una historia graciosa.

Mientras yo preparaba y bebía un trago tras otro, R. contaba:

“La cola para sacar las entradas era enorme. Parecía haber miles de personas y a mi no me gusta esperar. Además de seguro nos quedaríamos sin entradas. Por eso opté por la expendedora automática. Máquina amaestrada para darte siempre asientos en la primera fila.

Minutos antes de que comience la película me acerqué a la cajera y haciendo uso de mi sensualidad irresistible le pregunté por asientos libres en la sala. Y ella tomó una birome y anotó en cada una de mis dos entradas una combinación de letras y números: H12 y F14. Asientos separados, que dado mi acompañante, no me importaba.

Entramos y lo vi. Sentado en una butaca que daba al pasillo estaba el hombre que ya había sido previamente degustado por mi. Hombre que me interesaba seguir teniendo en la guantera. Por eso debía moverme rápido y eficientemente.

Me adelanté a mi acompañante subiendo tres escalones de una zancada. Y pasé junto al hombre velozmente. Saludándolo con un simpático agitar de mi mano derecha. Y me senté en el estratégicamente ubicado H12.

Con lógico desconcierto mi acompañante me preguntó por su destino en la sala. Mi respuesta fue una combinación de letra y número: F14. Y él bajó dos escalones. Y se acercó a quien ilegalmente ocupaba el asiento que él debía ocupar ilegalmente. Y fue gracioso ver a mi hombre desalojar a mi hombre. Y las luces se atenuaron. Y me puse los lentes 3D.”.


martes, 13 de abril de 2010

LA MEJOR FORMA DE HACERSE ODIAR POR UN HOMBRE

Podría haberme encontrado duchándome en su baño. Podría haberme encontrado en el sofá de su casa masajeando los pies de su mujer. Podría haberme encontrado abrazándola por atrás mientras ella ponía maní en un plato rosa a lunares blancos. Cualquier cosa hubiese sido mejor. Incluso si me hubiese encontrado desnudo. En su cama. Hubiese sido menos doloroso y humillante.

Él llegó de trabajar tarde. Porque según su mujer trabaja mucho. Más de lo que debería. Y definitivamente más de lo que se le paga. Él llegó y saludó a su amor mientras cerraba la puerta. Yo me reí en silencio. Porque ese tipo de cursilerías me dan risa. Su amor no contestó porque estaba duchándose. Contesté yo. Porque estaba en el balcón y si lo escuché.

El tono agradable con el que había entrado le cambió al instante. Porque estaba yo. Y yo era yo. Y yo estaba fumando en su casa. Y yo estaba asando en su parrilla. Y yo siempre me divierto cuando interactúo con ese hombre.

Dijo que era lindo llegar y tener la comida lista. Pero imaginar un elefante sobrevolando en cielo era una idea más creíble. Y no pasaron más de cinco minutos hasta que comenzó a defender su territorio. A intentarlo. Y yo a disfrutarlo.

El ya no tenía el traje con el que había entrado. Porque el traje es incómodo. Y para pelear se necesita ropa cómoda. Y ya no éramos él y yo en el balcón. Porque ella estaba limpia. Y nos acompañaba.

Me cuestionó mis métodos para asar. Intentó tocar mi asado. Recuperar su parrilla. Y yo siempre sonriente le dije que se relajara. Que hoy sólo trabajaría yo. Y lo invité a descansar. Y fue como verlo desnudo. Peludo. Mostrando los dientes y saltando. A los gritos.

Me dijo que me iría a faltar fuego. Ella dijo que él asaba bien. Y yo que por su cara jamás hubiese imaginado que era capaz de asar. Ni bien ni mal. Y serví la comida. Y no me faltó fuego. Ni me sobró.

lunes, 12 de abril de 2010

SACRIFICIO Y ROCK AND ROLL

No soy de los que piensan en los cartoneros cuando se habla de vidas sacrificadas. Para ser más exacto, cada vez que alguien menciona la palabra sacrificio lo primero que me viene a la cabeza es la imagen de una virgen siendo sacrificada en el centro de una estrella de cinco puntas pintada en el suelo con sangre de becerro. Becerro también virgen, por supuesto.

Soñé que tenía las muelas torcidas. Las del fondo. Las que se tornan indispensables para toda persona que se precie de carnívora. Y estaban torcidas. Giradas a 90 grados respecto a sus compañeras. Y la derecha estaba completamente picada.

Cerré la mandíbula y noté que ejerciendo un poco de presión, estas giraban. Todo era cuestión de un golpe seco. Un instante de fuerza concentrada de la mandíbula y mis muelas volverían a su lugar.

Sabía que era muy difícil que la muela derecha resistiera semejante tratamiento. Porque estaba completamente picada. Hueca. Y una de las paredes estaba comida hasta la encía.

Cerré los ojos e hice fuerza. Mucha. Hubo ruidos. Los mismos que cuando se acomoda un brazo dislocado. Y mi muela izquierda volvió a su lugar. Y la derecha quedo totalmente destrozada. Y esa sería a partir de ahora mi nueva imagen de sacrificio.


domingo, 11 de abril de 2010

DISCULPE, ¿NO ME HARIA EL FAVOR?

Necesitaba lo que todos en algún momento necesitamos. Lo que todos necesitamos y por lo general nos avergüenza reconocer. Y no lo pedimos. Y no lo obtenemos. Y no despegamos.

En el ascensor me encontré con una potencial primera opción. Opción descartada en el instante en que con la mirada de alguien inconforme con su status me solicitó el dinero de las expensas atrasadas. Me molesta la sensación de poder en la gente. Y debería haberle reventado la cabeza una y otra vez con la puerta automática del ascensor. Y verla quebrarse como una nuez. Pero tenía algo más importante en que pensar. Y lo dejé regocijarse en su mugre.

Salí a la calle eufórico. Pocos transeúntes. Pocos y poco atractivos. Ninguno me terminaba de convencer del todo.

Justo en la esquina la vi. Mujer. Entre cuarenta y cincuenta. Atlética. Guapa. Notó mi intromisión y en un movimiento compuesto chequeo la parada del colectivo y la hora en su reloj de pulsera. Su molestia en la espera indicaba que no disponía de mucho tiempo para pasar a la acción. Y lo hice.

Disculpe señora. Así me introduje y ella me miró aceptando mi invitación a una conversación efímera del tipo “¿Qué hora es?” o “¿Para esa línea en esta esquina?”. No era lo que tenía en mente. Y di media vuelta y le di la espalda. Y me incliné. Y le pedí por favor que me pateara en el culo. Dio un grito mudo que nadie escuchó. Y salió corriendo. A mitad de cuadra paró un taxi y se fue.

Decepcionado quedé meditando en mi posición. Y de golpe mi cara chocaba contra una baldosa. Y mi mano derecha se raspaba con el cordón de la vereda. Y mi ropa estaba sucia. Y jamás sabría quien fue. Pero no podía dejar de sonreír.


sábado, 10 de abril de 2010

MI CASA MUSEO

En uno de los sillones plegables, el más cercano a la ventana, había un juego de sábanas limpias. Sábanas limpias que no había guardado en el armario. Sábanas limpias que dejaron de estar limpias. Sábanas que hoy olían a todo lo que se puede encontrar en el menú de una chopería barriobajera. Sábanas que sin haber usado debía lavar nuevamente.

Toda mi desidia parecía estar exhibida de forma ostentosa contra la pared del living. La pared que separa mi departamento del de mi vecina. Mi vecina dueña del gato que me frecuenta.

Mirar esa pared era ver a través de objetos la meta que me había propuesto en las últimas semanas. Percudida. Sucia. Olorosa. Estática por sobre todas las cosas.

Una vez que pasábamos los dos sillones plegables se aparecía inclinado un escobillón. Tapando con las cerdas un montículo considerable de tierra. Y pelo. Porque mi alopecia alcanza el nivel de poder medirse en cantidad de montículos de pelo rodando por la casa. Mugre. Cosas que barrí y jamás junté. Y luego barrí más. Y agrandé el montículo que tampoco junté.

Finalizando la exposición aparecía en el suelo la mancha. Nació como la huella de una bolsa de basura que había dormido en mi living más de lo que debía. Pasó a convertirse en una mezcla seca de ese fermento y un chorro de limpia pisos. Qué jamás limpié. Y que luego rocié con lavandina. Porque temía atraiga alimañas. Pero no limpié.

Vi energía perdida. Recursos desperdiciados por doquier. Al lavar las sábanas. Al juntar la tierra. Al agrandar la mancha. Lo que había encarado como un firme primer paso a la meta se había convertido en su inhibidor natural. Y me alejaba.


viernes, 9 de abril de 2010

YO TAMBIEN SOY MINORIA

El verdadero motivo de mi desventaja frente a ellos no era el dos a uno. Independientemente de mis ganas o no de explicar, ellos no querían escucharme. Iban a apedrearme cualquiera sea mi argumento. Porque yo era insensible. Porque yo no podía entenderlos. Porque yo no formaba parte de ninguna minoría.

Me causa gracia que la gente siga hablando de minorías cuando las mayorías son una especie en extinción. No me gustan las fronteras. No me gustan las formas intolerantes de pedir tolerancia.

La única razón por la que induje a una discusión eterna fue evitar que volviera a girar el dvd. No tenía el más mínimo interés en retomar la serie de fotografías que paso a paso retrataban como uno de mis amigos había bebido un mojito.

La discusión derivó en insultos mutuos, política internacional, risas para con el otro y todo eso en lo que derivan las discusiones entre personas que se conocen y respetan al punto de no sentirse ofendidos por el otro.

Me quedé pensando en mi mayoría. Si suponemos que existe un número determinado de características que hacen al ser humano, aún pensando ese conjunto como finito, la combinación de características que reúne cada individuo hace estadísticamente muy poco probable la existencia de dos personas iguales. Ergo, cada uno de nosotros seríamos por definición una minoría. Y las mal llamadas minorías mayorías. O estados intermedios.

Me preocupé de no ser casado, judío, negro, travesti. Me preocupé de no formar parte de ninguna “minoría”. Me preocupé de que, según mi teoría, era parte de la mayoría. De un limbo. De una indefinición absoluta. De nada.

jueves, 8 de abril de 2010

¡NO TE METAS CON MI ORGULLO!

Se me ocurren pocos contextos peores que las 19hs de un domingo plomizo. Una tarde compartida con una pareja de recién casados, un televisor de plasma de 42’’ y un dvd con más fotos de luna de miel de las que cualquier ser humano coherente podría suportar, es peor.

Si pudiese rediseñar mi cuerpo, colocaría en mi cerebro un fusible que interrumpa, en el momento indicado y de manera automática, la provisión de energía a mis cuerdas vocales dejándome completamente mudo cuando así lo necesite. Pero hablé.

Lo malo de las personas y sus fotos es que no sólo creen que nos interesa verlas sino que además se sienten brutalmente ofendidas cuando expresamos algún mínimo vestigio de descontento. Y yo además, hablé.

Dentro de un complejo caribeño los paisajes son bastante invariables. La gente debería saber que en un sitio como ese, no son necesarias más de diez fotos. Ellos desafiaban la lógica, y la cantidad de fotos en el disco que giraba dentro del reproductor parecía crecer exponencialmente. Y yo podría haberme dormido con los ojos abiertos. En cambio, hablé.

Realmente me interesaba la respuesta. No comprendía lo que veía en las fotos. Y pregunté por qué. ¿Por qué una pareja gay debía pasar su luna de miel en un complejo gay en el medio del caribe rodeado de otras parejas gay? Pagando además un excesivo sobreprecio.

Me miraron con los ojos inyectados en sangre. Mis dos amigos comenzaron a multiplicarse hasta convertirse en un ejército de homosexuales iracundos a los que sólo les importaba arrancarme la cabeza.

La respuesta fue un cliché vomitivo y empalagoso. ¡Porqué estamos orgullosos!

Yo estoy orgulloso de tener treinta años y seguir dándole la ropa sucia a mi madre para que me la lave. Y no me interesa si los que están a mí alrededor también lo hacen. Y trato de juntarme con gente a la que no le importe si yo lo hago.

Lo bueno fue que uno de los dos apretó el stop. Y no vimos una sola foto más.

miércoles, 7 de abril de 2010

COMO SABER COMO

Fue cuando entré por primera vez en contacto con el concepto de enfermedad terminal. A mi compañero de tercer año de secundaria se la habían diagnosticado. Al colegio llegó información que el chico no iría a vivir mucho más de una o dos semanas. Al año siguiente estaba cursando cuarto año con nosotros. Diez años después tenía el alta médica definitiva. Hoy me siguen irritando los mails humorísticos con los que llena mi casilla de correo.

Una vez alguien se animó a preguntarle. No supo que contestar. No por no querer. Siempre habló del tema con valentía y mucho humor y cinismo. Simplemente no sabía la respuesta. No sabía como sucedió. Como se curó. Como desafió a la estadística y a la medicina occidental.

Era una persona que había conseguido un logro superlativo y no podía dar instrucciones respecto al como.

Un ex compañero de trabajo me taladraba la cabeza hablando sobre como su terapeuta había ayudado a que él y su mujer superasen lo que parecía una crisis definitiva. Como logró siguiendo los consejos e instrucciones de esta persona evitar lo que se presumía una separación inminente. Le pregunté lo obvio y la respuesta me sorprendió.

Este profesional que tan claro había expuesto la solución al problema no estaba casado y además llevaba en la mochila dos divorcios confesos.

Me surgió este planteo mientras leía “Instrucciones para no morir de amor…”. Instrucciones. Alguien las plantea. Otro las sigue. ¿Cómo saber si realmente conducen al éxito? ¿Son las credenciales del instructor realmente un buen indicador de la calidad de sus instrucciones? En principio, la mujer que lo escribe evidentemente ha logrado no morir.

¿Por qué quien sabía como llegar no había llegado? Voy a intentar seguir mis instrucciones para ver que pasa.

martes, 6 de abril de 2010

RINDASE, NO LO QUEREMOS

Anoche soñé con el siguiente mail.

“Estimado señor Tuttolomondo: Nos dirigimos a usted con el fin de solicitarle por lo más sagrado que deje de intentarlo. No es que nos moleste recibir las innumerables copias diarias de sus antecedentes laborales. Ni nos molestamos en leerlos. Contamos con personal estrictamente abocado a eliminarlos, cualquiera sea el formato en que nos llegue.

¿Acaso no se dio cuenta que no nos interesa? ¿O de veras cree que no lo llamamos porque debido a algún bache en la tecnología no estamos recibiendo su información personal? Nada de eso. Simplemente no lo queremos entre nuestras filas.

Usted está viejo señor Tuttolomondo. Usted está viejo y no tiene título universitario. Porque por más que se empeñe en escribir “universitario en curso” sabemos que jamás obtendrá su título. ¿Qué le hace pensar que si no rindió la materia que le falta en los últimos cuatro años lo hará en algún momento? Además, ¿de veras piensa que lo contrataríamos a usted pudiendo contratar a una atractiva jovencita seis o siete años menor?

Considere esta carta como un detalle de nuestra parte. Deje de intentarlo. No pierda su tiempo. Para decírselo de una forma más clara, es más probable que desarrolle alas y vuele a través del pacífico a que consiga un trabajo.

Una cosa más. Está cada vez más gordo. Y calvo. Y su higiene personal está completamente desbarrancada.

Por eso señor Tuttolomondo. Querido Ernesto. Evite la frustración. No le hace bien.”.

Me desperté de un salto y abrí mi casilla de correo. Y lo busqué a morir. No estaba. Porque era un sueño. Las grandes corporaciones jamás tienen esos detalles tan reconfortantes.

lunes, 5 de abril de 2010

MI MUJER AMIGA

No hago uso del transporte público por sobre todas las cosas. Aún sin contar con movilidad propia. Lamentablemente hay gente que nos obliga a ultrajar nuestros principios. Mi llegada tarde al encuentro con la ingeniera hizo que esa noche yo tomase un colectivo.

Cuando me llamo yo estaba tirado en la cama. En calzoncillos. Oliendo a agua empantanada. De no haber llamado hubiese olvidado nuestra cita. Y no hubiese ido. Pero la ingeniera siempre encuentra una excusa para recordarme nuestros compromisos treinta minutos antes de que se sucedan.

Compartir un momento con ella es aún más agradable que mirarla. Y mirarla es extremadamente agradable. Porque es preciosa. E inteligente. Y dueña de la insensibilidad más sensible que encontré en otro ser humano. Además de ser responsable del replanteo de uno de mis supuestos más arraigados.

No podría asegurar que para las mujeres es posible la amistad entre dos potenciales amantes. No podría por la misma razón que no podría asegurar la inviabilidad práctica del nuevo plan económico del gobierno. Porque no soy licenciado en economía. Ni mujer. Ni adepto a la opinología. Por eso me reservo.

La ausencia de deseo sexual frente a la ingeniera me había resultado sorprendente. Era posible encarar una amistad con alguien a quien si sólo conociera de vista definitivamente catalogaría como un potencial amante. Potencial, poco realista y pretencioso de mí parte.

Llegué tarde como era de suponer. Me lo dejó pasar porque había pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro. Y porque el espectáculo se había retrasado. Y lo haría aún más. Y nos daría tiempo para hablar. Ponernos al día. Ser amigos.

domingo, 4 de abril de 2010

EL MUNDO CONSPIRA PARA VOLVERME INSENSIBLE

La lista de las cosas que se pueden hablar con alguien a quien querés mucho, hace bastante tiempo que no ves y compartís una plena confianza, es interminable. Es un chico con el que me puedo sacar los zapatos y tranquilamente hablar por horas. Y eso hacemos cada vez q llega al país. Y cada vez que se va lo extraño. Sobre todo porque no usa Internet. Y es una ignorancia que le envidio.

Ya no nos quedaba tema por ahondar. Ni cerveza por abrir. Ni comida. Pero no quería que se vaya. Ni él quería irse. Haciendo uso de mi confianza le pregunté por su pene. Si había cambiado en algo su vida luego de la operación de fimosis. Se rió por la pregunta. También lo hice yo. Luego se le fue la mirada. Creo que por la cerveza.

Habló de una primera etapa de mucho dolor. De ardor. De una falta de dominio. Y concluyó su relato con una consecuencia un tanto nefasta. Pérdida de sensibilidad. ¿Acaso era un pene el responsable de demostrar la teoría que vengo practicando hace años?

Cuando mi madre me habla de sus innumerables problemas siempre le pregunto porqué los tiene. Siempre es la misma respuesta. Porque es sensible. Y yo no entiendo porque soy insensible.

No soy insensible. Soy selecto. Elijo lo que me afecta. En la mayoría de los casos. Cuando puedo. Sensibilidad selectiva.

¿Y si somos como un pene? ¿Si realmente tenemos una sensibilidad limitada que necesitamos fraccionar a lo largo de lo que dure nuestra vida? Es la hipersensibilidad lo que nos vuelve insensibles en el largo plazo. Rocas. Seres sin escrúpulos capaces de caer en la bajeza absoluta. Y por eso cuido mi sensibilidad. No la derrocho. Por eso es que vivo atrincherado adentro de un prepucio.

sábado, 3 de abril de 2010

CUANDO LAS COSAS NO CIERRAN

Las mujeres tienden a alarmarse cuando se encuentran que de un día para el otro no pueden cerrarse los pantalones. Yo me había encontrado a mi mismo saliendo de la ducha e intentando sin éxito cerrar la toalla alrededor de mi cintura. Eso es realmente grave.

No me preocupa mi sobrepeso. Me preocupa pero no me urge en este momento.

Algo no estaba funcionando. La teoría nos dice que una vez que se toca fondo sólo se puede subir. Y lo único que subían eran los ácidos de mi estómago. Con cada vez más intensidad y frecuencia. Y el número de pelos en mi almohada no disminuía ni aún contándolos de a pares. Y comía cada tanto. Y engordaba.

Volví a analizar mi punto de partida. El punto más bajo que habían alcanzado mi autoestima y mis ganas de respirar. Eran bajos. ¿Pero que si no había logrado tocar el fondo? Peor aún, ¿si no existe el fondo? ¿De donde se apalanca alguien que no puede alcanzar el fondo?

Me ví por el resto de mi vida en este limbo. Flotando a cinco centímetros del suelo. Sin poder apoyar mis dos pies y saltar hacia arriba. Pelado. Gordo. Insomne. Solo.

Me interrumpió el sol. Me encontró por primera vez en días. Y me fui a la cama. A seguir pensando a oscuras. Rodando. Sudoroso. Intentando dormir.

viernes, 2 de abril de 2010

GUSTA DE MI

Es una frase graciosa per se. De la boca de una persona que permanentemente está haciéndonos creer que tiene la capacidad de comerse el mundo es aún más graciosa. Frase demodé. Frase que si no me equivoco se la escuche decir por última vez a Leonardo Sbaraglia en “Clave de Sol” durante una charla que mantenía con Pablo Rago.

Mi carcajada se ahogó rápido. Porque la cara de R. cuando percibe una herida en su orgullo me intimida. Y porque en ese contexto: De la boca de R., hacia mi oído, referida a un tercero, me resultaba catastrófica. Uno de los pocos códigos que manteníamos se había roto.

Me puse nervioso. No podía seguir con esa conversación de manera honesta y sincera. Tenía que protegerme. Camuflarme. Buscar armamento. Y me puse mis pantuflas. Mis pantuflas sin tope que convierten mis dedos en garras. Ahora era capaz de asentir el resto de la conversación y hasta opinar como si nada me importase.

Había puesto mi fachada en piloto automático. Lo que me permitía abrir el paso de combustible a mi cerebro, arrancarlo y pensar. En porqué había roto el código. No era un error. R. no los comete. No era casual. R. premedita.

¿Había dado R. el primer paso? ¿Me estaba llevando a esa conversación que llevo posponiendo desde el día que nos conocimos? Si le pedía cambiar el tema me iba a preguntar porqué. R. necesita siempre razones. Yo iba a necesitar explicar. Y no quería. No podía. No estaba listo.

Me armé de una sonrisa que no utilizo a menos que la situación lo amerite. Una que muestra un diente más que la habitual pero sólo del lado derecho. Y según la cantidad de veces que la ejecute puede llegar a temblarme levemente el labio inferior. Y asentí. Y opiné. Hasta que se rindió. Y se fue. Como si nada importase.

jueves, 1 de abril de 2010

SACATE LOS ZAPATOS

Soy un hombre observador. Me gustan los indicadores. La ausencia de calzado es un excelente indicador de que lo que se sucederá entre esas personas descalzas será sincero y honesto. Por eso me gusta charlar sin zapatos.

Yo estaba descalzo porque en mi casa siempre estoy descalzo. O usando pantuflas. Mis pantuflas. Viejas. Estiradas por años de contener mi empeine extremadamente alto y gordo. Pantuflas que ya no contienen. No hacen tope. Y los dedos se escapan por abajo. Formando una garra con la suela de goma. Alta.

R. tocó el timbre de la puerta de calle. No necesité bajar porque tiene llaves. Pero toca timbre. Hubiese también golpeado la puerta de arriba. Si yo no la hubiese dejado abierta para que pase.

Cada uno eligió un sillón plegable. Yo el que está más cerca de la puerta. R. el que está mas cerca de la ventana. Le gusta mucho la ventana. Y la luz. A mí la noche. Y las tormentas.

Los dos pusimos las piernas arriba de la mesa ratona. Las mías estaban dispuestas una junto a la otra. R. apiló sus pies apoyando el talón izquierdo sobre la punta del pie derecho. Formó un triángulo con las piernas por el que seguro hubiese saltado el gato de mi vecina de haber entrado a casa en ese momento.

Me preguntó si me molestaba que se sacase las zapatillas. Le dije que no. Y en un movimiento de talón se sacó la izquierda. Y con la punta del pie desnudo se sacó la derecha. Y suspiró con alivio. Y yo sonreí. Y hablamos horas. Una charla sincera y honesta. De muchas sonrisas mutuas.