viernes, 16 de abril de 2010

SILENCIO, HOSPITAL

Como de costumbre no había podido dormirme hasta la salida del sol. Porque el insomnio se empecinó en destrozar mi sistema nervioso. Y porque además había llovido toda la noche. Y los truenos no resultan el mejor arrullo.

Conciliado el sueño me despiertan los gritos de mi vecina. Con un inconfundible enojo gritaba un nombre que por suerte no era el mío. En un estado de semiconsciencia traté de imaginar lo que podría estar pasando. Muy lentamente mi cerebro ataba cabos para avisarme que el nombre que estaba escuchando era el de su gato. Resoplé con resignación. Porque odio a los gatos. Y en particular a ese que me atormenta como el cuervo de Poe.

Sin darme cuenta logré dormir una hora más. Y me desperté ya en un clima tranquilo. Tambaleando como un borracho llegué a la cocina. Y miré por el balcón. Siempre lo hago. Y vi la escena de lo que aparentaba haber sido una masacre.

Barro. Plumas. Sangre. Una voz grave y afónica dentro de mi cerebro insultó a todas las especies felinas. Abrí la puerta y la vi atrás del flamante compresor del aire acondicionado. Acurrucada. Dolorida. Asustada. La voz en mi cabeza extendió el insulto anterior a aves y afines.

Busqué dos bolsas. Una la iría a usar de guante. Porque las palomas me dan asco.

Intenté agarrarla pero salió corriendo. No muy veloz, pero en mi estado de somnolencia un caracol herido podría ganarme una carrera. Desde el otro extremo del balcón me miraba. Extendí la mano para agarrarla y embolsarla. Ella extendió sus alas para volar. Y no pudo. Y corrió. Y cayó de pecho al suelo. Y se levantó. E intentó volar nuevamente. Y esta vez logró elevarse unos centímetros. Unos centímetros que le bastaron para ganarse mi respeto. Y unas migas que tenía en la panera. Y un hogar para recuperarse.


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