miércoles, 31 de marzo de 2010

EL TROFEO DE UNA GUERRA QUE YA NO ME INTERESABA GANAR

En un movimiento magistral me guardé en el bolsillo su atado vacío de cigarrillos. Porque estaba abandonado sobre la mesa. Y lo guardé como el mayor de mis trofeos. Recordaría por siempre mi cena con ella. Ella que no come carne. No come carne. ¿Cómo puede una mujer no comer carne?

No conozco hombre o mujer que no la deseara. Yo seguía perplejo. Porque había descubierto su más oscuro secreto. Cada tanto tocaba el bolsillo de mi saco para confirmar que aún tenía la cajita vacía de cigarrillos. Que iría a mostrar a todo aquel que me cruzase durante el resto de mi vida. Mientras contaba la historia. Que tenía que redactar para que suene armónica y convincente.

Había caído en una profunda negación. Porque yo sabía que algo entre nosotros se había roto para siempre. Y no podía fingir que no era cierto.

Pensé en nuestros hijos. ¿Sería yo capaz de criarlos en un entorno donde se encuentre vedado todo alimento que haya tenido ojos?

Ya abrazado al inodoro del baño del salón de fiestas, volvió mi cabeza a plantearme lo sucedido. No come carne, me planteé entre vómito y vómito. Lo nuestro era imposible. Y con la caja de cigarrillos me limpié la boca. Y guardé en ella mi fantasía. Y luego la abandoné. En el baño del salón de fiestas.

martes, 30 de marzo de 2010

NUNCA CONFIES EN UNA MUJER QUE NO COME CARNE

Todo desierto tiene un oasis. Mis principios se doblegan ante un buen asado. Asado que si bien luego terminé vomitando en el propio salón, fue mi ambrosía.

No logré identificar cual es el peor momento dentro de los que se suceden en un casamiento. Buscar mi mesa y conocer aquellos con quienes compartiré las próximas horas de mi vida está definitivamente en la lista. La encontré y me senté. Conocía a quien ocupaba el asiento frente a mí. No así a su novia. A nadie más. Y sólo faltaban dos ocupantes. Que comerían de los dos platos contiguos al mío.

No podía creer que una de mis más grandes fantasías se había sentado a mi lado. Era mejor de lo que la había soñado. Tenía un vestido verde no lo suficientemente corto. No lo suficientemente escotado. Pero mostraba la espalda. Toda. Con un bronceado perfecto. Sin marcas. Porque de seguro toma sol en tetas. Porque es perfecta. Como su bronceado. Y su pelazo castaño y lleno de vida.

Se sentó y saludo a todos. A su lado se sentó un hombre. Un hombre que no era el que las revistas mostraban como su hombre. Y se aislaron en su mundo. Y ella se sirvió ensalada.

Una por una fueron desfilando las diferentes achuras. Ella no se sirvió de ninguna. Supuse que no querría comer morcilla en público. Supuse que se cuidaba de las grasas.

Luego que desfilasen frente a sus ojos, también sin ser atacados, todos los posibles cortes de carne, desconfié. Ella susurró al hombre que la acompañaba y éste se levantó. Quería preguntarle porqué no probaba la carne. Quería preguntarle quien era el hombre que la acompañaba. Quería que me diga si al menos consideraría tener hijos conmigo. No pude. Ella dio el primer paso en la conversación. Pidió la sal. Se la acerqué en silencio. Y dijo gracias.

Cuando su acompañante le trajo una empanada de humita su cara expresó instantáneamente un grosso descontento. Sin quererlo levantó la voz para hacer pública ante la mesa su indignación ante la falta de una alternativa vegetariana. Y mi corazón se detuvo. Y ella y su acompañante habrían abandonado la fiesta antes del postre.

lunes, 29 de marzo de 2010

CASATE CONMIGO

Hay varios motivos por los cuales los casamientos siempre me generan ganas de vomitar. En éste en particular se dijo que fue una salsa en mal estado lo que hizo que yo, igual que otras cien personas, termine desordenándome las tripas abrazado al inodoro del baño de un salón de fiestas.

Comí la salsa porque acompañaba un pincho. Y la gente tiende a abalanzarse sobre todo lo que venga enhebrado en un palito de madera. Y yo soy gente. Aunque a veces otra gente lo dude. Y yo también lo dude. De no haber comido ese pincho igual hubiese terminado vomitando. Porque es lo que me generan los casamientos.

No soy aficionado a los eventos ritualísticos. En particular aquellos que involucran disfraces y cotillón. De ser mujer iría siempre vestida de blanco. Y me quedaría en tetas en el medio de la pista. Y se las refregaría al padre de la novia. Y al novio.

¿Qué lleva a dos personas a exponerse tan superlativamente?

Jamás me gustó ser el centro de atención. Jamás me gustó sacarme fotos. Nunca bailo a menos que este completamente alcoholizado. Jamás un vals.

Paradójicamente mi estómago comenzó a llamarme la atención mientras en una pantalla se proyectaban fotos de dos personas en distintos momentos de sus respectivas vidas. Solos. Con sus padres. De niños. Con sus compañeros de secundario. En algunas de sus primeras salidas. Mientras entraban a la iglesia horas antes. Y de fondo una canción de Serrat. Eso sumado a la salsa en mal estado fue demasiado para un solo cuerpito. Y a la velocidad de un rayo corrí al baño. Y pasé el resto de la noche tratando de poner cada uno de los órganos que componen mi sistema digestivo en su respectivo lugar.


domingo, 28 de marzo de 2010

YO, BARATO

Pedí un trozo de queso y la respuesta vino encerrada entre dos signos de pregunta. Me molesta soberanamente cuando eso sucede. La mujer enfundada en un impecable blanco de pies a cabeza no me dio queso sino dos opciones: De marca o económico.

El término económico logra sacarme de eje. Porque la gente recurre a ese eufemismo cuando la necesidad la lleva a comprar productos baratos. Cuando compra productos que le dan vergüenza. Porque en sus cabecitas resumidas creen que son indicadores de marginalidad. Productos que para guardar en la heladera primero deben aflojar la lamparita y así no verlos. Porque la gente en su mayoría cree que los problemas desaparecen con ponerles una sábana encima. Con no verlos.

Respondí que quería el queso más barato. Ella tomó la horma y mirándome con su cara gigante y ajada me indicó que ese era el económico. No había sentido en responder. Porque no iba a entenderlo. Y porque ella tenía un cuchillo muy grande y de apariencia filoso en la mano. Y yo tan sólo un tomate.

¿Tanta vergüenza puede generar una palabra? ¿Tanto puede subirle la autoestima a una persona un simple eufemismo? ¿Un eufemismo tan barato?

Mientras caminaba la distancia entre el supermercado y mi departamento con el paquete de queso en la mano pensaba si tal vez era yo quien estaba siendo un poco intolerante. Pensaba en que jamás iba a lograr siquiera pronunciar la palabra económico. En que no soporto los eufemismos. Y que por el momento, yo iba a seguir comprando productos baratos.


sábado, 27 de marzo de 2010

BUSCO NARICES ROJAS PARA PAYASOS QUE ME DAN RISA

Nunca supe fingir cariño. Fingí respeto, alegría, llanto, miedo, orgasmos. Cariño me resultó siempre imposible. Nunca podría compartir una carcajada sincera con alguien que no encaja dentro de mis estándares de valores. Y que por lo tanto no quiero.

Lo primero que haría si un edificio se cae es averiguar porqué se cayó. No un culpable. La causa que podría hacer caer también el edificio de al lado. Y el que está junto a éste.

Entonces: ¿Cómo fue que quienes estaban hasta ayer compartiendo carcajadas hoy están mordiéndose unos a otros y arrancándose las uñas y la piel? Tuve que empezar a correr al verlos con sus ojos inyectados en sangre sentir mi presencia y saltar tras de mí. A comerse mis tripas. A arrancar mis uñas. A sacarme la piel.

Me alcanzaron. Intentaron morderme pero mi panza era de hule, y no se rasgaba. Mis uñas no se separaban de mis dedos. Mi piel era tan aceitosa que resbalaba entre los numerosos pares de garras que intentaban hacerme parte de su lucha.

Me preguntaron como logre inmunidad a sus ataques. Sólo necesité mirarlos. Verlos que aún desangrándose y con las tripas salidas y arrastradas por el suelo eran incapaces de dejar de hacer lo que yo jamás había podido me daba risa. Me desarmaba de risa de ellos. De su incapacidad de intentar averiguar porqué se están comiendo unos a otros.

Eran payasos a los que se les habían terminado los problemas para tapar sus problemas y se comportaban como infantes. Además, ¿Cómo habría de tenerle miedo a una bestia que sin un ojo, con sus patas mutiladas, sus dientes partidos y sus tripas arrastradas pretende hacerme creer que es capaz de hacerme daño?


viernes, 26 de marzo de 2010

EL ROMANTICISMO SEGUN UNA CHICA A LUNARES

En los últimos meses definí enloquecer como “carecer de la habilidad de ocupar el tiempo”. De esa definición se desprendía que mi urgencia por conseguir trabajo no estaba estrictamente vinculada a mi falta de liquidez. Por eso acepté cuando me llamo para que le instalase el aire acondicionado. Trabajo que no iría a cobrar. Aunque ella hubiese querido pagármelo.

No tenía puesto el vestido a lunares negros por el que la recordaré el resto de mi vida. El calor la había obligado a usar un short de jean extremadamente corto y una musculosa que había doblado por la mitad. Mostrando por completo su abdomen. Imperfecto. Real. Sexy.

Terminé a las siete de la tarde. Insistió invitarme con una cerveza. Y maní. Y empanadas chinas que su marido no había querido llevarse al trabajo.

A la tercera cerveza me empezó a hablar. Creo que de su vida. Y dijo la frase que todo hombre quiere escuchar de la boca de una mujer: “Odio el romanticismo”.

Cito textual: “No creo en las fechas. Me molestan. No quiero que tengas que pensar en que regalarme. Necesito que lo sepas. Cualquier día. En cualquier momento. Porque sí. Por el mero hecho de que sabes que es lo que necesito y me va a hacer feliz. Y odio las flores. Y los peluches”.

Sacando el hecho de que era obvio que había recibido un regalo inapropiado o un ramo de flores de peluche, me encantó su definición del romanticismo. Desestresada. Completamente desligada de lo cursi. De los clichés. Y no pude evitar imaginarla con el vestido blanco a lunares negros. Y el pelo suelto. Mirándome de la misma forma en que lo estaba haciendo.


jueves, 25 de marzo de 2010

MACHO EL QUE COME PASTO

Haber vencido uno de mis prejuicios más arraigados y concurrir a una sesión de terapia me dejó una sensación de adrenalina interesante. Y un déficit que me impedirá pagar las expensas de este mes.

Caminando por el sector verdulería del supermercado ví de manera explícita una nueva oportunidad de experimentar esa sensación. La que debe sentir el suicida al despegar de la ventana. La que debe sentir el ladrón cuando corre llevando en la mano su primer cartera. Estaba frente a mí y la iba a aprovechar. Rúcula en oferta.

Iba a comprar ese racimo de hojas del que tanto se habla entre todos aquellos que quieren ser del jet set. Lo iba a llevar hasta la caja con la frente alta. Estaba dispuesto a mirar a la cajera a los ojos cuando pase el producto por el lector óptico.

Tres personas y yo. Yo con la cantidad de productos que limita el acceso a la caja rápida.

Mi cuerpo se paralizó. Todos los músculos de la cara se me tensionaron. Gotas de sudor helado empezaron a correr por el cuerpo. Algunas se convertían en hielo y me cortaban la espalda y las piernas.

Tenía que ser veloz. Porque el tiempo que separa la entrada de donde yo estaba parado es escaso.

Con disimulo dejé caer el paquete al piso y en un solo golpe seco con la cara interna de mi pie derecho lo hice deslizar hasta quedar escondido debajo de un exhibidor de pilas y maquinitas de afeitar.

R. come carne cruda. Jamás comería rúcula. Jamás me volvería a mirar igual si le confesara mi deseo hacia la rúcula. R. me saludó rápido porque sólo dispone de una hora para almorzar. Miró mi compra. Bromeó respecto a que siempre llevo la cantidad de productos que limita el acceso a la caja rápida. Le retruque que tenía uno menos. Y nos despedimos. Y la rúcula quedó debajo del exhibidor.


miércoles, 24 de marzo de 2010

¿CUANTO CREES QUE VALE ESTA CHARLA?

No era sólo por hippie. No era sólo por su axila. No era sólo por el cigarrillo. No era sólo porque me recordaba a mi maestra de lengua de quinto grado, una hija de puta de las que ya no quedan. Quizás era por la cantidad de “no sólo” que acumulaba esa mujer. Y aún así, quizás no sólo por eso.

Luego de las presentaciones pertinentes me hizo la primera pregunta. Quería saber el porqué de mi decisión de ir a hablar con ella. Y si bien había decidido no darle ninguna información a esa señora con un evidente problema de desnutrición, opté por responder. Era una excelente oportunidad para explicarle mis prejuicios con la terapia y que entendiese porqué no me iba a presentar a la segunda cita que concertaríamos al terminar ésta.

La segunda pregunta fue un tanto más personal. Me pidió que hablase de mí. Y lo hice. En versión censurada y ATP. Porque no me sentía cómodo desnudándome ante un hippie.

Hasta acá llegamos por hoy. Tenemos mucho para trabajar. Y luego se hizo un silencio. Pregunte cuanto tenía que pagar. ¿Cuánto crees que vale esta charla? Y si en términos generales me molestan las respuestas encerradas entre dos signos de pregunta, ésta situación en particular me resultaba por demás desagradable.

Respondí con la verdad. Nada. Porque sólo había hablado yo. Incluso me di cuenta que no le conocía prácticamente la voz. Me dijo que ella trabajaba por dinero. Tenso pedí una cifra. Me la dio. Le pagué. Me fui.

No me fui más liviano. No me fui más contento. No me fui más angustiado.

Ahora sé lo que es la terapia. Mi próximo monólogo lo haré frente a mi escoba. O frente a la planta que no tengo. O frente al gato de mi vecina. Que me visita. Y seguramente, luego de escucharme, no me pedirá cien pesos a cambio. Y de hacerlo, me haría factura.


martes, 23 de marzo de 2010

¡QUITA TUS MANOS DE MI CEREBRO, HIPPIE!

Basándome en la evidencia empírica me era imposible resolver mi situación de plantear o no plantear; y dejando de lado los estragos que ésta había hecho sobre mis padres; decidí darle una y sólo una oportunidad. Hoy concurriré a mi primera sesión de terapia.

Entré con el cerebro en la mano y listo para ponerlo en las suyas. Entré y colapsé al instante. Era hippie. Agarré fuerte mi cerebro y lo escondí bajo mi remera donde rápido y fácilmente se camuflaría entre mi sobrepeso. Me invitó gentilmente a sentarme en un sillón de mimbre. Porque los hippies usan mucho mimbre. Ella se sentó en otro igual. No enfrente mío. En un ángulo tal que ambos alcanzásemos la mesa ratona que nos separaba y a su vez a ninguno nos molestase el reflejo del ventanal enorme que teníamos detrás.

En la mesa había un atado de cigarrillos. De veinte. Box. Y un cenicero. Y me ofreció uno. Y yo se lo rechacé gentilmente. Previo preguntarme si me molestaba, esa mujer de pelo corto, de un color amarillento que de a poco se iba perdiendo entre sus raíces, secas, sin vida, se prendió un cigarrillo.

Yo fumo. Pero ella no lo sabe. Y la escasa evidencia le haría deducir por lógica que no lo hago. A pesar de ello encendió un cigarrillo. No le importó si me molestaba. Preguntó sólo por seguir un protocolo. Y yo respondí también por seguir un protocolo. De todas formas no me molesta que fume. Pero me molesta.

Hacía calor. No tenía aire acondicionado. Porque los hippies son reacios a lo artificial. El flequillo de a poco empezó a pegársele en la frente sudorosa. Y la mujer de musculosa gris arratonada levantó el brazo para quitarse los pelos de la frente. Fue sólo un instante. Y alcanzó. Al ver su axila supe que esa era mi primera y última sesión de terapia.


lunes, 22 de marzo de 2010

SI TIENE PICO DE PATO, PUEDE LLEGAR A SER UN CAMELLO

Frialdad y egoísmo son dos características básicas de la personalidad de R. No actitudes personales para conmigo. Rasgos de su personalidad. Para con todos. Sean amigos, enemigos o transeúntes efímeros. Es así.

Intento fijar ese concepto mientras medito el tema de la charla con R. Charla que dado su carácter unilateral podría considerarse una declaración. ¿Alguna vez ganó quien apuesta una a mil? ¿Puede realmente algo ser lo que no parece? ¿Pueden estas características de R. hacer tan poco evidente que en realidad siente por mí lo mismo que yo siento?

Siempre me jacté de saber interpretar a las personas. De conocerlas de forma de jamás esperar más ni menos de lo que pueden dar. Así logré que cuando alguien de quien esperaba cualquier cosa me lanzó un hacha en llamas, ésta me atravesase sin siquiera despeinarme el flequillo. Por otra parte sufrí la mayor decepción en la vida por parte de alguien en quien había depositado toda mi confianza y amor.

Ví dos familias enfrentarse a la misma situación. A los mismos dilemas. Con los mismos recursos. Vi a cada una de esas familias reaccionar en la forma en que pensé reaccionaría la contraria. Perdí al apostar a la solidaridad contra el desamor. Perdí al apostar a mentiras e intolerancia contra la supresión total de las diferencias individuales. Perdí toda mi fortuna por creer tener la fija.

Sigo meditando. Mi papá me dijo siempre que si tiene pico, patas y cola de pato es un pato. Casi siempre lo es. Puede no serlo. R. es un enigma y si bien temo averiguarlo, me gustaría saber si es o no es. Un pato.


domingo, 21 de marzo de 2010

TE QUIERO FUERA DE CASA

Estaba terminando de leer el primer set de fotocopias. Por segunda vez. Remarcando con resaltador amarillo lo que consideraba importante. Criterio según el cual debía usar ese resaltador para remarcar mi fuerza de voluntad y ánimo por haber logrado terminar de leer el primer set de fotocopias. Porque lo consideraba importante.

Faltaban dos hojas. Realmente iba a lograrlo. Salí eyectado de mi silla al sentir algo suave y tibio caminando entre mis tobillos. El resaltador que debía remarcar los ítems importantes trazó una diagonal amarilla en una de las hojas. Y luego voló. Lo mismo hizo la taza donde hasta hace un rato había café, al ser golpeada por la contracara de mi mano derecha.

El intruso disparó con la velocidad de un rayo para instalarse bajo mi sillón plegable. Adoptando una posición de alerta máxima. Y me miraba a los ojos. Su pelo era de un gris plomizo casi plateado. Me seguía mirando. Como si conociera mis pensamientos y no tuviese el más mínimo reparo en utilizarlos en mi contra. Con la actitud pedante de quien sabe tiene el poder. Me miraba. Me acerqué con un pisotón estridente. Él escapó.

Prácticamente volando llegó al hueco que hay debajo de la mesa donde apoya mi equipo de música. Como quien sube una escalera pasó la hilera que forman los discos primero y la que forman los libros después. Escondido entre los libros y la tapa de la mesa me resultaba imposible acercarme. Maullaba. Yo aplaudía. Él maullaba. Yo zamarreaba la mesa. Él no se iba.

Odio los gatos. Odio el gato de mi vecina que se mete en mi casa. Y se esconde arriba de mis libros. Y me hace compañía. Y cuando la puerta esta cerrada golpea hasta que le abro. Y deja pelos que a la noche me hacen estornudar.


sábado, 20 de marzo de 2010

MATO AL QUE SE ME ACERQUE

Exterminé las cucarachas del baño. Arrojé sal sobre las larvas del enchufe. Arrollé con la persiana los murciélagos que allí vivían. Trituré con el marco de la puerta la rata que intentó colarse en mi living. Y mientras rociaba con insecticida la última araña que quedaba en el techo del cuarto, me percaté. Yo era el causante de mi soledad. Una por una había eliminado todo tipo de compañía que iba llegando a mi casa.

El silencio de mi cuarto no era el mismo sin el chillido de los murciélagos, o el sonido de sus garritas tratando de roer la tapa de la persiana. Entrar al baño despreocupado, sin una zapatilla en la mano y revisando cada rincón antes de ponerme a hacer pis no me resultaba tan relajado como creí resultaría. Y sólo la ví dos veces, pero se que nunca más va a estar, cada vez que lave los platos, la rata que me hizo romper un vaso al aparecerse en la ventanita de la cocina.

De alguna manera me había aislado de todo ser viviente. Me preguntaba si eliminar las alimañas que te rodean es el paso posterior a la locura o si sentir culpa por haberlo hecho es el paso previo.

Maté las cucarachas, las larvas, las arañas, los murciélagos y la rata. Maté a la mujer que me había invitado a cenar. A un lugar que me gustase.

Con la porción de pasto que entra en la palma de la mano de un chico de cinco años yo alimentaba a tres camellos hambrientos. Voy a dejar una cáscara de banana en el balcón y esperaré otra rata. Voy a mandarle un mail a la mujer que rechacé para invitarla a cenar a un lugar que ella considere agradable. Y no voy a dejar que vuelvan las arañas. Porque cuando estoy durmiendo bajan a la cama. Y me pican.


viernes, 19 de marzo de 2010

FRUTA QUE NACE ENLATADA

Dos decepciones de mi infancia. Creer que todo lo que se compraba con tarjeta de crédito era gratis. Creer que el ananá, los champiñones y el atún nacían en latas.

El champiñón me gusta. Pedí que me traiga para ponerle a la comida. Pedí champiñones. Pequeños. Cortados. Del mismo color que un perro labrador. En lata. Enfrente tenía una bolsa con hongos blancos. Sucios, de barro o algo peor. Duros. Me sentí desconcertado. Cortar uno y ver que por dentro era rosado fue lo que me hizo abandonar por completo la operación. Puse el cortado con sus compañeros, mandé a la mierda al responsable, tiré la bolsita a la basura.

Una historia de hace unos años me escribió un mail con una consulta. Cruzamos varios durante unos días hasta que dimos por solucionado su problema. Hoy me invitó a cenar. Para agradecerme. Porque al igual que yo está sola. Me pidió que eligiese el lugar y me negué rotundamente. Eligió. Me consultó. Hizo la reserva. Volvió a preguntar si estaba conforme.

Estaba conforme. Hacía mucho tiempo que quería comer en un lugar donde se puede participar de la decisión y por lo menos en apariencia, importaría lo que yo opine. Y la recuerdo guapa. La recuerdo divertida. Los mails que cruzamos no daban duda respecto a su inteligencia. Y era la excusa perfecta para volver a usar ropa limpia.

Mi celular me avisa que tengo un texto de R. por leer. Me invita al cine. Porque tiene 2x1.

Es posible que un ananá fresco sea mucho más jugoso y gustoso. Quizás si no me hubiese dejado apabullar por ese hongo blanco la carne hubiese quedado mejor. Y definitivamente es probable que el atún no se reproduzca desmenuzado y adentro de una lata. Pero yo pospuse mi cena. Vía mail. Y me fui al cine. Sin saber que película iría a ver.


jueves, 18 de marzo de 2010

¿NOS ENAMORAMOS POR SER BIPEDOS?

Gran parte del público que llenaba la sala rió. En el contexto del monólogo que estaba interpretando la bailarina chilena que se hacía llamar Isidora Zegers, esa pregunta resultaba realmente graciosa. Yo también reí. Ella había encaminado su idea hacia lo sexual. Pero de forma inteligente. Y desgraciada. Coger siendo un cuadrúpedo versus coger siendo una persona.

Mi cerebro redobló la apuesta y me puse a pensar en algo más profundo. Porque nunca me gusto intelectualizar el polvo. Y pensé en R. En nuestra relación enfermiza. En que necesitaba decirle de una vez todo lo que a mi me pasaba. Que no me resultaba práctico el dar sin recibir. Que sin darme cuenta, había generado un importante déficit emocional que amenazaba con llevarme a una quiebra permanente.

Al igual que la intérprete puse sobre la mesa a las personas y a los animales. Y envidié su capacidad de no poder hablar. Lo que muchas personas valoran como la gran diferencia que nos hace mejores, para mí era una cruz. Envidiaba la capacidad de los animales de solucionar sus problemas con gruñidos, arañazos o mordidas. Incluso el llegar a terminar con su oponente y poder seguir caminando sin la mirada juzgante del resto de la manada.

Me trajo de vuelta al mundo una carcajada de la platea. Lamenté mucho haberme perdido la mitad del monólogo de la chilena. Lo último que dijo frente al micrófono fue que se había cansado de hablar, y que iba a ponerse a bailar. Rocky racoon, de Los Beatles. Y eso hizo. Y era sensual. Y yo ya no pensaba en R. Ni en dos leones sacándose las tripas. Pensaba en como podía una mujer bailar tan bien. Con esas tetas enormes. Tan desproporcionadas respecto a su cuerpo.


miércoles, 17 de marzo de 2010

ESCALERA DE INFERENCIA

“A vos seguro te interesa porque te encanta cocinar”. Dijo eso en el medio de un monólogo al que no le estaba prestando la más mínima atención. Hay gente que nunca va a tener algo interesante para decir. Todos pusieron sus ojos arriba mío. Esperando que exprese interés, dado que a mí me encanta cocinar. Y no me gusta.

Peter Senge habla de la escalera de inferencia para explicar como se realizan actos según nuestras creencias, conduciendo a conclusiones erróneas. Generalmente las creencias se auto generan y no se cuestionan. Adoptamos esas creencias porque se basan en conclusiones, las cuales se infieren de lo que observamos, y de nuestra experiencia del pasado.

Siempre lo interpreté como la sabia afirmación de que la gente habla porque tiene boca. Y porque no te cobran por hacerlo. Ese ser humano afirmó que a mi me gusta cocinar. Más aún, afirmó que me encanta. La novia de un chico de barba que desde que llegó tuvo cara de querer irse, seguro se iría pensando que en mi biblioteca abundan libros de cocina de autor. Y que los domingos me indigesto con programas de cocina en la tv por cable. Y no tengo cable. Ni televisor.

Un pelado que se estaba yendo respondiendo al llamado de quién creo era una novia celosa, seguramente le iría a comentar que conoció al sucesor de Cholly Berretiaga. Porque no iría a decirle que me perfilo como Martiniano Molina. Ni siquiera como Narda Lepes. Sino como una señora entrada en años, con un problema de foniatría y marcadas tendencias neo nazis.

Se cocinar. Me gusta. No me encanta. Comer me fascina. El hecho que mi madre nos hiciese variar durante años entre los únicos cuatro diferentes platos que era capaz de elaborar hizo que desarrolle esta habilidad. Porque cocino bien. Excelente. Y según el contexto de algunas conversaciones, trato de infiltrarlo. Porque me hace parecer más interesante.


martes, 16 de marzo de 2010

HABLEME DE LA RELACION CON SU MADRE

Tiene 55 años. Es licenciada en bellas artes. Lleva diez años de divorciada y cincuenta y cinco de terapia. Vive en un departamento espectacular. Con mi persona preferida.

La respeto porque me enseñó mi única virtud valorable. Está vacía. Y yo también. Porque me enseñó a vaciarme. Vomito sobre la gente con naturalidad. Y sobre mi madre. Que también vomita sobre mí. Y sobre mi persona preferida. Y gracias a eso yo podría seguir durmiendo, mejor dicho, no sumaría otra causa para mi insomnio, si se muriese mañana. O si muriese mi padre. O mi persona preferida. Porque ya les vomite encima. Y estoy vacío. Y ellos conmigo.

Es una persona francamente insoportable. Por la misma causa que un operario de producción luego de veinte años trabajando en una planta se convierte instantáneamente en ingeniero, mi madre se ha convertido en psicoanalista. O así lo cree. Y tiene la desagradable manía de querer intelectualizarlo todo.

Mi heladera está vacía. No hoy en particular. Es su estado por default. Varias veces a la semana ceno en casa de mi madre. Porque mi heladera esta vacía. Y porque en algún punto lo necesito.

Digo que tengo hambre. Me pregunta si me pasa algo. Le repito que sólo tengo hambre. Me pregunta si quiero charlarlo. Reitero mi situación: hambre. Lo acepta, no sin antes decirme que tanto ella como mi padre están y van a estar siempre dispuestos a charlar siempre que yo lo necesite. Y a mi me entran ganas de empujarla por el hueco del ascensor. Pero recuerdo que es quien me enseño a ser libre. Y se me pasa.


lunes, 15 de marzo de 2010

EL FAVOR DE MATARSE

Antes que nada soy pragmático. Y confío mucho en la estadística. Y se que en los próximos 10 años está, si existe, la última oportunidad de revertir mi situación actual. Porque a los cuarenta años se terminan nuestras posibilidades. Porque a partir de ahí tu presente es, con alguna mínima variación para mejor o peor, tu futuro.

Veo a un hombre acorralado. Al que la vida lo ha llevado a perder por completo la dignidad y los valores de base. Hundido en las adicciones. Humillado por su propia persona. Solo. Perdiendo. Aislándose. Mi pragmatismo me lleva a pensar en lo impensable. Pero es evidente que ese hombre de sesenta años no se anima a hacer lo que sabe es su única salida.

Me pregunto que haría yo si en los próximos diez años no logro revertir mi situación. Si sigo sin interés. Sin conexión con el mundo. Insomne. Sucio. Gordo. ¿Sería capaz? ¿Conservaría el pragmatismo y el amor por la estadística? ¿Si además tengo la desdicha que la vida me dote de la salud física y la longevidad característica de mi familia?

Me alcanza mirar el balcón para saber que mi única salida es revertir mi situación en los próximos diez años. Que no podría. Yo no podría.

No se porque pero me río. Es evidente que el cerebro se me está secando. Me invade el optimismo. Me vienen ganas de vivir muchos años. Deseando solamente tener un amigo cerca, que si en algún momento me ve escuchando una canción de Cristian Castro, me haga el favor. Y me empuje.

domingo, 14 de marzo de 2010

ME COMEN LOS GUSANOS

Veo que contra todos los pronósticos al señor no se lo están comiendo los gusanos. Eso dijo mientras atravesaba la puerta de mi departamento con una cerveza en la mano. Lo dejé pasar. Porque es de las pocas personas a las que de verdad les importo. Porque si vino a mi casa es que realmente estaba preocupado. Porque la escarcha alrededor de la cerveza que traía me causó un efecto hipnótico instantáneo.

Hablamos durante el tiempo que demoran dos personas en tomarse una cerveza. Bastante para alguien que sólo vino a cerciorarse que siga con vida. Me preguntó sobre mí. Le pregunté sobre él. Ninguno se explayó. Ninguno indagó. Y se fue.

Me acosté pensando en si habría alguien preocupado por mí. Pensaba si de verás este chico llegó a pensar en mi cuerpo hinchado, abandonado y oliendo a podredumbre. Irónico que eso fue lo que encontró. Porque estoy gordo. Estoy abandonado. Porque mi departamento huele mal. Pero respiro. Y mi temperatura corporal no baja de 36 grados.

Miro la esquina donde se juntan una viga y la pared de mi dormitorio. El rincón perfecto donde encajar mi cama. Porque me gusta que las cosas encajen. Y no me gustan los espacios muertos. Hay algo. En la pared. Y se mueve.

No era otra araña. La hubiese matado. No era una mosca. Tampoco un mosquito. O una polilla. Reptaba. Dejaba un hilo de baba. Y tenía cuernos. Que se estiraban y contraían. Que escondía y sacaba de su cuerpo baboso.

Me sobresalté. Corrí la cama unos centímetros de la pared. Mi visitante no estaba solo. Deduje que había sido enviado en misión exploratoria mientras sus compañeros se amotinaban en el enchufe que hasta hace unos segundos estaba completamente tapado por mi cama. Eran varios. Era oficial. Habían llegado. A comerme. Los gusanos.


sábado, 13 de marzo de 2010

BIOTINA

Todo pareciera estar listo. Todo pareciera estar respetando la secuencia predeterminada de acciones que muy cuidadosamente diseñé. Estoy sentado con el ombligo coincidiendo con el punto exacto que dividiría en dos el largo de mi mesa. La sostengo firme con mi mano derecha. Apoyo el pulgar en la boca y engancho bajo la uña de mi dedo mayor el anillo de lata. Hago palanca. Escucho la efervescencia. Cuando la presión se equilibra la abro por completo. Y sirvo. Y ahora ya no parece. Todo está listo.

Me cuesta en condiciones regulares. Y hoy además me desperté cansado. Y con la cabeza abrumada de pensamientos. No necesariamente negativos. Pero llena. Y los ojos que no podían quedarse abiertos por si mismos. Y con la energía suficiente para mantener abierto el derecho. O el izquierdo. O los dos, pero a media asta.

Es la segunda lata de bebida energizante que bebo. Minutos después descartaré la hipótesis en la que afirmaba que esa sustancia me daría la concentración que necesito. Luego de mirar durante un rato la hoja de papel escrita que tenía adelante sin jamás llegar a leerla, observo la lata vacía. Maldigo a la OMS.

No sólo la tabla de información nutricional informa que esa lata aporta el 250% del valor diario recomendado de una sustancia llamada biotina, sino que en letras mayúsculas, debajo de la tabla, lo vuelve a aclarar. En este momento tenía el 500% de biotina en el cuerpo de lo que la OMS me recomendaba tener.

Ya no me importaba leer. Tenía taquicardia. Me costaba respirar. Me asfixiaba. Temblaba. No tenía idea de las consecuencias de una sobredosis de biotina. Pero a mí de seguro iba a matarme. Porque seguramente se trata de la sustancia que convierte a esta bebida en un cocktail mortal para los adolescentes. Y yo tenía en el cuerpo el 500% de lo que debía tener. Y ya no pude sentarme a leer en el resto del día.


viernes, 12 de marzo de 2010

EFECTO ESPONJA

Puedo manejar la idea de que mi cuero cabelludo somatice mi estrés escupiendo uno por uno los pelos de una melena que caracterizó durante generaciones a los octogenarios de mi familia. Puedo manejar la idea de ser el primer Tuttolomondo calvo. Puedo. No me agrada. Pero puedo manejarlo.

Observando mis palmas me percato que tengo entre manos un problema que quizás no pueda manejar. No fácilmente, al menos.

Cuando mi mejor amigo del colegio se agarró sarampión, yo me agarré sarampión a los pocos días. Cuando mi hermano se agarró piojos, yo me agarré piojos a los pocos días. Si uno en la oficina estornudaba, en menos de una semana todos lo hacíamos.

Haber contraído un síndrome con sólo mirarlo. Yo vi esa mano enferma hace días. Vi como la otra mano la rascaba. Y vi como el dueño se quejaba. Y alegaba estar saturado. Harto.

¿Qué pasa si mañana veo una persona a la que se le cayeron los premolares superiores? ¿O un enfermo de cáncer? ¿Irán mis células a enloquecerse y empezar a comerse unas a otras?

Mientras pienso me rasco la mano. Y me paso la crema humectante que encontré en el neceser del avión. Me preocupa desarrollar síntomas ajenos. Me preocupa que mi cuerpo se entere antes que mi cabeza cada vez que tengo un problema.


jueves, 11 de marzo de 2010

MANOS NEUROTICAS

Sos un pajero. Siguiendo el chiste pregunté como se había enterado. Respondió que por las callosidades de mis manos. Me detuve a pensar mientras me rascaba el contorno del pulgar derecho. Primero el lado externo y luego por la curva hasta casi la punta del dedo índice. Cerré la sesión de Chat asustado.

Me di cuenta que ya hacía varios días que las manos me picaban. En particular las palmas y la curva entre el índice y el pulgar de mi mano derecha. Me picaban mucho. Me rascaba mucho. Me ardía. En la cara interna del pulgar derecho donde el dedo se conecta con la mano y en la misma zona pero extensiva hasta los nudillos de los dedos mayor y anular de mi mano izquierda, se habían formado unos callos impresionantes. Duros. Que podía fácilmente arrancarme hasta dejar prácticamente el dedo en carne viva. Además, en las palmas, habían empezado a formarse una serie de globitos que además de picar horrores, prometían comenzar a endurecerse.

Mi primer consultado solo se rió y me dijo lo obvio. El segundo tampoco aporto solución. Al tercero no me dieron ganas de preguntarle. Llegué a pensar en si sería cierta su teoría, pero quedó descartada en el momento que recordé que el problema atacaba ambas manos. Y que definitivamente no me tocaba como para generar un callo.

Iba a hacerlo. Iba a recurrir a un profesional. Pero me acordé que yo había visto una mano así no hace mucho. Y la llame. No a la mano. A la cabeza que la había enfermado.

Me recomendó uno o dos whiskys. Me recomendó relajarme. Me recomendó ponerme un poco de crema humectante. Y por supuesto me hizo el mismo chiste obvio.

Busqué en un neceser que guardaba de un viaje en avión la crema humectante. Me refregué las manos durante horas. Incluso mientras me estaba quedando dormido. Pensando en mis manos. Mis manos nerviosas y estresadas. Que evidentemente, sabían algo que yo debería saber, y que no se.


miércoles, 10 de marzo de 2010

EL SER PUNTUAL

El tiempo es una de las mayores obsesiones de la humanidad. El tiempo es una de mis mayores obsesiones. Coincidencia que por momentos me hace sentir un ser normal. El tiempo me preocupa. El tiempo me intriga. El tiempo me asusta.

Tengo varios relojes. Computadora. Celular. Microondas. Equipo de música. Y claro, mi reloj de pulsera. Necesito que todos me den la misma información al mismo tiempo. Y que al unísono me avisen que ha pasado otro minuto. Me despierto siempre a horarios que no terminen ni en cero ni en cinco. La radio se enciende siempre a las 17 horas. Y siempre soy puntual.

Salir de mi casa sin reloj me angustia. Me asfixio. Y me salen manchas en el cuello. Manchas rojas que pican por horas. Horas que no puedo calcular porque no tengo reloj.

Y la gente impuntual no me gusta. Me resulta irrespetuosa. Me resulta desaprensiva. Porque el tiempo ajeno es importante. Y R. es impuntual.

Apenas salgo del ascensor le aviso que debe esperarme abajo en diez minutos. Me lleva tres y medio llegar hasta su casa. Y necesito otros tres para comprar cigarrillos. Pero si le digo eso pensará que soy un obsesivo.

De todas formas voy a tener que tocarle el timbre. Me va a responder que ya baja pero demorará más de lo que demora en bajar. Y me tratará como si nada. Como si no estuviese en falta. Y esta vez se lo voy a remarcar.

La ira me da calor. El calor me hace sudar. Y aumentar la velocidad. Y llegar aún más rápido para seguramente esperar más tiempo. Mientras doy vuelta en la última esquina, lleno de ira, veo a R. En la puerta de su casa. Dando saltitos de alegría con los brazos en alto. Me saluda con un abrazo afectuoso y un beso en la mejilla.

Bajaste más temprano. Eso es ser impuntual. Y es una falta de respeto. Y se rió de mí.


martes, 9 de marzo de 2010

NO DEBERIAS DISFRAZARTE

Mi profesor de recursos humanos sostiene que a una entrevista de trabajo se debe concurrir con ropa cómoda, siempre respetando la moral y las buenas costumbres. Eso descartaba simultáneamente el traje y mis pijamas.

Un jean y una remera me resultaron demasiado cómodos. Cambié las zapatillas por zapatos náuticos. Seguía cómodo. Cambié la remera por una chomba de piqué negra que realmente no se como llegó a mi armario. Me vi. Me odié. Deseaba golpearme. Deseaba tocarle timbre al vecino para que me ayude a golpearme.

De repente el traje volvía a estar sobre la mesa. Sobre mi cama. La camisa se desabotonaba sola y el cinturón se iba enhebrando como una culebra en el pantalón negro con alto contenido de nylon.

Me resultan extremadamente desquiciantes las situaciones donde me toca elegir entre dos malas alternativas. Entre dos cosas que jamás elegiría. Entre dos cosas que me hacen daño. ¿Cuál me hacía peor? Mis opciones: Ser un rugbier o ser un mozo de bar de Terminal de micros.

Salí de mi casa con el pantalón negro, la camisa blanca, y muchas ganas de suicidarme. Caminé rápido porque se hacía tarde. Y yo no tomo transporte público.

Llegué empapado en sudor. Mientras le daba mis datos a la recepcionista no podía pensar en otra cosa que mi futura neumonía producto de los cuarenta grados de diferencia entre la calle y ese lugar. Con una sonrisa me invita a sentarme junto a los demás postulantes.

Lo logré. Estaba ahí. Era oficialmente uno de los postulantes. El único con disfraz. No había ningún mozo. No había ningún rugbier. Sólo gente cómoda.


lunes, 8 de marzo de 2010

EL ETERNO PESIMISTA

Si bien sigo fielmente la corriente que dice que mientras más pendiente estamos de algo, su ocurrencia se vuelve estadísticamente más probable, también soy partidario de que, en particular para aquellos sucesos de carácter positivo, cuando dejamos de pensarlos, suceden.

También por otro lado, podría considerarse como una extensión de la primera corriente, dado que también soy de pensar que si el día de hoy se cae una maceta de un balcón, lo hará sobre mi cabeza. No pensaba en conseguir trabajo. Pensaba en que no tenía trabajo. Que no tenía ni iba a conseguirlo por años. Y que cuando lo hiciese, lo odiaría.

Cuando el teléfono suena y no es mi madre, mi padre o R. me asusto. Cuando leo un número que no conozco, me asusto. Cuando leo número privado también me asusto.

Su voz era dulce y por demás agradable. Dije que si a todo lo que debía decir que si. Dije que no a todo lo que debía decir que no. No me importo que juzgue mi amplia disponibilidad horaria cuando me pregunto si podía acercarme a la consultora en cuatro horas.

Me quedé pensando. Con lo peligroso que es pensar y con lo mal que hace. ¿Qué posibilidades tenía de conseguir ese trabajo? Mientras me duchaba y me lavaba la cabeza ya con el último resto de jabón que me dejaba el pelo reseco y sin vida seguía pensando. Era muy probable que me hubiesen llamado por error. Era muy probable que la entrevista sea una formalidad y que los candidatos firmes ya estuviesen preseleccionados.

Luego pensé en la maceta que cae del balcón. Si siempre pienso en eso porque no habría de hacerlo ahora. La maceta era enorme. Y se sostenía de una forma muy precaria sobre un balcón alto. Y seguramente, como tantas otras veces, iría a caerse en mi cabeza.


domingo, 7 de marzo de 2010

LA PROPINA ES UNA COSTUMBRE

Habiéndole propuesto a R. ir al cine a ver una película que se exhibía por única vez, me veo haciendo cola en el supermercado para pagar yo los ingredientes para cocinar yo una comida en mi casa. Una comida que me hará imposible ver hoy la película que quiero ver y que seguramente jamás lo haga.

Alegó cansancio para ir al cine. Pero se invitó a comer. Eligió la comida. Decidió que me encargase yo de todo. Porque alegó cansancio. Porque siempre lo hace cuando mi propuesta no es de su agrado. Y mis propuestas pocas veces son de su agrado. Y eso me altera. La ausencia de intereses compartidos me altera.

Adelante mío una señora planea demostrar el teorema que reza que lo único rápido de una caja rápida es la velocidad con la que se agota mi paciencia. Una vez que yo pague le tocará el turno a una chica joven muy, pero muy bonita. A quien si tiñese de colorado me recordaría a la novia del hombre araña. Verla me da calma y paciencia.

El enfrentamiento con la cajera me da miedo. Su comportamiento es tan impredecible como el de una langosta, que bien puede comerse el mosquito que está por picarte o saltar sobre tu cabeza y agitar las patas de manera de hacerte perder la cordura. Tiene la cabeza llena de hebillas de colores. No las conté pero para mí son cientos de miles de hebillas de colores.

Redondea el cambio a su favor. Respiro hondo, miro a la chica linda de atrás mío y dejo que el mal trago pase. Me dice que me va a deber veinte centavos. A lo que yo retruco que son veintitrés. Me mira con la cara de alguien que perdió el entusiasmo por su trabajo en el instante que comenzó a ejecutarlo.

Insisto en que quiero mi dinero. Todo. Insiste en que es una propina. Reviento. Porque la propina es proporcional a la calidad del servicio, y por atenderme con esa cara de culo y esa falta de interés por la vida deberías vos, darme a mí, el cincuenta por ciento de la mercadería de este supermercado en concepto de indemnización.

Abrió grandes los ojos mientras me daba una moneda de veinticinco centavos. A lo lejos una señora murmuraba con otra. Pero la chica linda se sonreía. Y me fui feliz.


sábado, 6 de marzo de 2010

LA PROFESION DE MI NOVIA

¡Espérame! Por primera vez en la vida reaccioné rápido y tapé con la mano el sensor infrarrojo. Como buen caballero debería haberle abierto la puerta. Debería haberle cargado las bolsas del supermercado. Debería haberla ayudado a equilibrar la pila de carpetas con las que hacía malabares. Debería, pero de haber sacado la mano del sensor infrarrojo, ambos hubiésemos perdido el ascensor.

Me agradeció con una sonrisa. Siempre la veo sonriente. Es una mujer alegre. Atenta. Porque me preguntó como estaba. Siempre lo hace. Pero con el tono de voz y la mirada de quien, de ser o no cierto, te hace creer que verdaderamente le importa la respuesta a esa pregunta.

R. se refiera a ella como “tu novia”. Porque es un chiste sencillo. Y R. siempre adopta el humor básico. El que no me hace reír. R. la prejuzga: se prostituye, vive de noche, es drogadicto. R. no se refiere a ella en femenino la mayoría de las veces. Aborrezco que tengamos posiciones tan disímiles en conceptos tan de base.

Señalando la pila de carpetas que había logrado estabilizar, me dice que su noche va a ser larga. Me dice que odia acostarse tarde. Me cuenta que se levanta temprano. Porque sale a correr antes de ir a trabajar. Con su perro.

Llegamos a mi destino. Ella sigue dos pisos más. Mi novia.


viernes, 5 de marzo de 2010

UN ARBOL, UN LIBRO, UN HIJO DE MARADONNA

Es cierto que la vida puede cambiar a la gente. La vida en un todo, no el tiempo. Cambió la bohemia por la política. Pasó de ser un amigo a un extraño. A él le dije “bien” cuando preguntó sobre mi vida.

Preguntó si estaba trabajando. Preguntó si me había recibido. Preguntó si me había casado. Algo en su sonrisa, tan blanca, tan superada, tan llena de dientes, me puso nervioso. Me dieron ganas de vomitar. De vomitarlo. Me sentí inferior.

Por miedo a ser juzgado le conté sobre el libro que publiqué el año pasado. El libro que mi propia madre no leyó por no interesarle los sistemas de aseguramiento de calidad. Lo impacté. Volvió a sonreír. “Ahora, a por el árbol y el pibe”. Me abrazó (lo políticos abrazan) y me recomendó que me cuidase.

Trascender. Vivir más allá de la propia vida. ¿Por qué esa necesidad de ser inmortal? No quiero ser insultado por un bibliotecario a quien le ordenan subirse a una escalera altísima para desempolvarme una vez al año. No quiero ser insultado por la señora que día a día sale a barrer las ramas y las hojas con las que tapizo su patio y su vereda. No quiero hijos que seguramente tampoco querrán leer mi libro.

Tengo otras metas en la vida. En esta vida. Para disfrutar en esta vida. Cambio hijo por ser insultado violentamente por Federico Luppi. Cambio árbol por ser escupido por Maradonna. Cambio libro por ser desarmado de un cachetazo por el señor Arnaldo André.


jueves, 4 de marzo de 2010

FAUNA DIVERSA

Ebrio estoy molesto. Ebrio y lejos de mi casa estoy molesto. Soy un bebé con sueño. Con sueño y hambre. Y pataleo y hago berrinches. Y además estoy solo. Porque siempre me quedo solo. Padezco la soledad del que se bebe la última copa.

No tomo taxis por sobre todas las cosas. Porque siempre termino peleando con el taxista. No tomo taxis porque no me gusta pelear. Y porque me gusta caminar. Cuando puedo caminar me gusta caminar. Hoy no podría. No hasta mi casa. Quiero un taxi.

Tiene aire acondicionado. Y el taxista maneja sin acompañante. Y ante todo, mi chofer no está sentado sobre esa infame alfombra de bolitas de madera que me exaspera de solo pensar que existe.

Las coordenadas de destino hacen inevitable el paso por la zona donde habitan, citando a Almodóvar, “los hombres que actúan y se convierten en mujeres”.

Fue como soltar un niño en una juguetería. Interpretaba melodías estridentes con la bocina. Jugaba con las luces. Tiraba besos. Soltaba insultos. No descifré nada de eso. En mi estado los sonidos eran ruidos impactando como balas en mi cerebro. Las luces me mareaban más. Lo último que enfoqué antes de cerrar los ojos fue una chica muy alta, de complexión robusta. De pelo muy largo y negro. Unas tetas enormes. Un short muy pequeño. Plateado. La cara desorientada. La piel de gallina. Cerré los ojos, o se me cerraron.

¡Mira los putos! Me gritó entre risas. Le rezongué que estaban trabajando igual que él. Intenté volver a dormir.

Me replicó un discurso sobre quienes buscan la salida fácil. Cerró exponiendo lo sencillo que sería para él intercambiar tareas con aquellos que poblaban la zona.

Usted no cogería ni pagando. Y giré hacia la ventana para dar por terminada la conversación y dormir. Él me insultó. Me dijo algo que normalmente me molesta. Y lo hubiese golpeado. O insultado peor. Pero en ese contexto, estaba él exponiendo cuan resumida estaba su cabeza. Por eso, cuando me dijo “gordo puto”, sonreí. Y me dormí.


miércoles, 3 de marzo de 2010

¿ES POSIBLE ODIAR A OTRO?

Situaciones como las de R. huyendo de mi departamento para encontrarse con otro hombre y luego volver a buscar su mochila oliendo a sexo ajeno, me alteran. Me enojan. Me llenan de odio.

Refunfuño. Me disperso. Altero en casi un cien por ciento mi rutina para el resto del día. Como facturas. Como facturas portando un sobrepeso interesante y una acidez nerviosa. Pienso cosas malas. Me pienso haciendo cosas malas. Siento necesidad impetuosa de colgar en el living una bolsa de arena con su cara impresa a la altura de mi cara. Mi tarde, y quizás también mi noche, están oficialmente arruinadas.

¿Cómo afecta a R. mi odio en este momento? ¿Es consciente de que en este preciso instante hay una persona deseándole un accidente de tránsito? ¿Tiene capacidad para disfrutar de su tarde de pasión y lujuria sabiendo que yo estoy acá rogando por un terremoto que abra el mundo por la mitad y los entierre vivos a ambos? Aún si se lo dijera. En su cara. A los ojos. “Te odio”. ¿Le afectaría?

Odio el odio. Por su carácter unilateral. Por afectar solo al que siente odio. Por tener carácter universal. Por dejarme calvo. Por darme acidez. Por no ser más que otra treta de los negadores para esconder sus elefantes.

Me odio por odiar a R.

Cada vez estoy más convencido que odiar es odiarse. Es envenenarse. Es negarse. Es enfermarse.


martes, 2 de marzo de 2010

¿IDIOTEZ, OBSESION O SIMPLE MASOQUISMO?

Un corte de luz generalizado en el micro centro hizo que alrededor de las 15 horas recibiese un texto de R. Luego de una hora de no hacer nada su jefe le da vía libre para irse. Podía irse a su casa. Podía pero quería venir a mi departamento. O por lo menos eso indicaba el texto.

Dudé. Tardé diez minutos en escribir una respuesta que me dejase relativamente satisfecho. Quería ponerme a estudiar de nuevo. Eso le dije. Ponerme a estudiar nuevamente me cuesta. Estudiar me cuesta. Y R. lo sabe. Y yo necesitaba saber si eso le importaba.

El nuevo mensaje no demoró más de 120 segundos. Leo. Como es usual me indigno. Y como estoy indignado no voy a responder a ese mensaje, que haciendo caso omiso a mi deber personal, promete facturas. Y yo ni siquiera pienso ordenar el departamento.

Golpea la puerta. Tiene llaves de mi casa pero golpea la puerta. Mi desinterés es tal que desde el sillón plegable y sin soltar mis fotocopias le grito que pase. Y entra. Y trajo facturas. Y seguro no me gustan.

Me saluda. Está alegre. Tiene energía. Yo siento envidia.

Mientras acomoda las facturas en un plato me dice que no tiene hambre. No va a comer facturas. Las trajo para mí. Las trajo para mí que tengo sobrepeso. Y acidez nerviosa. Yo no emito ni emitiré palabras de más de una sílaba. Porque yo no estoy alegre ni enérgico.

Tiene sueño. No parece pero eso dice. Y se desparrama en el “puf” al lado de la ventana. Y se duerme. Y yo leo. Sin concentrarme.

Se despierta con el sonar de su teléfono celular. Atiende. Antes verificó el remitente. Atendió a alguien en particular. Sale a hablar al balcón. Vuelve sonriéndome. Me pregunta si estudié. Yo ya entendí.

Tiene que salir un rato. Me pregunta si puede dejar la mochila en mi departamento. Se va usando su propio juego de llaves. Llaves de mi departamento. Yo leo. Yo leo y no se si soy romántico, masoquista o simplemente un pobre infeliz.

lunes, 1 de marzo de 2010

EL HOMBRE DE MI VIDA

Siguiendo con mi proyecto de reorganización de sueño me dispongo, siendo las 20:45, a cenar en mi sillón plegable. Mi portátil va a deleitarme con el capítulo de una miniserie argentina que empecé a ver y me gusta.

Homicidios creativos. Situaciones predecibles. Todo lo que necesito y más. La imagen se detiene por un problema atribuible a mi precaria conexión de red. Dejando congelado un primer plano del actor Juan Minujín.

Empiezo a pensar de donde conozco al ignoto y recuerdo una obra de teatro de hace un par de años que me resultó impactante. En ese momento me comentaron que bailaba en un grupo por demás interesante. Me sonaba más fuerte. Recordé también sus monólogos en un seudo programita jocoso.

A mi cabeza volvió la pregunta que ella había hecho días atrás: “¿A quién te cogerías si fueras gay?”. Analicé cuidadosamente la cara de este ser humano. Era feo. De entrada el pelo había adoptado una forma y consistencia extrañísimas. Su nariz era enorme. Y cuando digo enorme me refiero a enorme. Las orejas asomaban a los costados de su cara como lo hacen las manijas de una tetera. Ojos marrones redondos, también gigantescos.

Que sea actor under hacía interesante su nariz. En la que podría meter un piano si quisiese hacerlo. Su voz no era seductora y con su forma de modular me olvidaba de los químicos en su pelo. Cuando lo miré a los ojos de alguna forma me di cuenta que al igual que yo odia a Ricardo Montaner y a Cristian Castro más que a cualquier otra cosa. Me excitaba pensar que nos gustaba la misma música. Y los perros. Y las mujeres realistas. Y las cosas simples. Y me quedé mirándolo a los ojos.

Cuando mi cerebro estaba por explotar, la historia retoma para mostrarme los sesos de Cecilia Roth esparcirse por una pared.

Lo que hay adentro de mi cabeza a veces me asusta. No creo que termine de ver la miniserie. No por ahora.