domingo, 13 de junio de 2010

PODER NO QUERER

No se trata de que haya descartado mi invitación. No se trata tampoco de que la descartó en el último minuto dejando bacante un asiento con plato y mantel individual que bien podría haber sido ocupado por otra persona. Se trata otra vez del egoísmo como bandera de vida. Y de cómo yo detesto esa cualidad en las personas.

Asumí hace años que tengo cara de idiota. Lo descubrí un día que mirándome al espejo sentí un profundo deseo de abusar de mi confianza. Elegir mis amistades es crucial para mantenerme alejado del suicidio y los hidratos de carbono.

La primera respuesta a mi invitación es el puntapié inicial. “Creo que puedo”. Interpretar esta frase es muy sencillo: No tengo nada que hacer por ahora, pero prefiero no asumir aún el compromiso hasta descartar por completo la existencia de un plan mejor. Además, me fascina restregarte por la cara mi excesiva vida social, porque a diferencia de la tuya, nula, la mía es extremadamente activa, variada y divertida. Y sos gordo.

Puedo vivir con eso. Ahora vamos a lo que realmente me irrita. “No puedo, tengo un cumpleaños”. Escuchar con la soltura que la gente conjuga el verbo “poder” me hace sentir que estoy tragando una bola de pool. Siempre voy a preferir lo honesto de un “no quiero”.

Usó la palabra “cumpleaños” para remarcar la obligatoriedad de su plan alternativo. Y yo hubiese tolerado esa palabra. Pero no podía con el “no puedo”. Porque nadie “no puede”. La esencia de la proactividad humana radica justamente en eso, en que el ser humano tiene por naturaleza la capacidad de elegir, o sea, de querer o no querer.

Analizo la frase en su conjunto: No quiero ir a tu cena. No quiero comer tu comida casera. Nunca quise. Pero bueno, siempre es bueno tener un plan B en carpeta, por eso no te descarté de entrada. Conseguí un macho. Y voy a tener sexo salvaje toda la noche. Disfruta la cena mientras yo cojo. Y sos gordo.

Respondí el mail diciéndole que no era indispensable. Se que es mentira, pero cada vez estoy más cerca de creérmelo.


miércoles, 5 de mayo de 2010

QUERER O NO QUERER, THAT IS THE QUESTION

Mientras trago haciendo un esfuerzo sobrehumano por no saborear pienso que quizás uno podría terminar acostumbrándose a la gelatina de durazno. A su sabor artificial. A su consistencia dudosa producto de haber sido preparada a tientas ante la falta de un patrón de medida.

Lo bueno de implementar una dieta a base de un producto tan desagradable es que realmente uno termina perdiendo las ganas de comer. Aunque mi crecimiento en dimensión horizontal me resulta cada vez más inexplicable. Porque no como. No mucho. No cómo para engordar. Cada tanto pienso en entregarme a la OMG para que me estudien y analicen. Y porque siempre quise conocer suiza.

Invité a R. a cenar junto con un grupo reducido de personas. Reducido porque me molesta darle de comer a mucha gente. Y en los últimos meses cuatro personas se convirtió en la frontera entre tolerable y mucha gente.

Aclaré lo que había de cenar. Aclaré que iba a cocinar. Aclaré el carácter elitista del encuentro. Remarqué el honor que debía sentir de formar parte de esa selección. Mi especialidad para gente especial.

Su respuesta fue “creo que voy”. Le respondí que para mi eso implicaba un no. Porque lo implica por un lado. Porque me exaspera el divismo y la necesidad de atención permanente y exclusiva de algunas personas. Puse a R. en un rincón. Y mientras una gota de sudor le caía por la frente cedió y dijo que si, que vendría.

El día del evento en cuestión recibo un correo electrónico. De R. No tenía una sola palabra escrita. El asunto decía: “Nopuedotengouncumpleaños”. Lo eliminé instantáneamente. Quería romper cosas, pero me puse a comer gelatina de durazno.


martes, 4 de mayo de 2010

UN TIPO CON ONDA

La sonrisa en mi cara es tan optimista que incluso podría curar el cáncer. Mientras camino saludo a la gente que también camina por la calle. Algunos responden y otros corren gritando que en esa cuadra camina un loco suelto. Y en mi cabeza hay música. Y me muevo con ritmo. Porque el mundo es mío.

Agradezco más que nunca mi filosofía de evitar el transporte público. Porque soy feliz caminando. Porque el día es glorioso. Porque el frío hoy no me da frío. Porque a través de las nubes yo veo el sol. Y se que si quisiera, de un solo salto podría palmearle un cachete.

Una cuadra completa la hice bailando. Porque la música que emanaba del gimnasio me lo pidió prácticamente de rodillas. Y en la esquina me ví reflejado en una vidriera. Mi cabeza estaba llena de pelo. No estaba tan gordo como creía. Mi cara tenía color. Y no había manchas. Y mi sonrisa, dios mío, que sonrisa. Me guiñé un ojo. Porque personas como la que estaba mirando en ese momento no abundan. Y son quienes hacen de este mundo un lugar menos peor.

La calle. La ciudad. La vida. Todo olía a éxito. A logro. A optimismo. Emoción.

Sin darme cuenta había llegado. Mostré mi documento en la recepción y dije mi nombre en voz alta. Porque nadie podía perdérselo. Nadie merecía omitir mi presencia. No se si aluciné o no, pero la recepcionista me tomó de un brazo y bailó conmigo. Y fuimos juntos hasta la salita.

Me senté. Siempre sonriente. Me arremangué. Cerré el puño después que me atasen una gomita en el brazo. Y ví la aguja. Y escuché la mentira más grande en la historia de la humanidad. Después que la bioquímica me dijese que no iría a sentir nada me desmayé.


lunes, 3 de mayo de 2010

LA ULTIMA CENA

Mi cuerpo ya oscila entre los 36 y los 36.5 grados centígrados. Los mocos han adquirido una consistencia más espesa y bastan cinco o seis servilletas de papel al día para que no resulten un problema. La tos no duele porque pasó a ser un medio de evacuación de porquerías que mi cuerpo no necesita. Y hace varias decenas de horas que no estornudo.

Hace frío. Llovizna. Si bien es la primera vez en días que me siento una persona no quiero salir a la calle. Por eso debo llamar a mi padre para cancelar nuestra cena característica. Porque prefiero quedarme en mi casa. Guardado. Protegido.

Mientras llamo pienso en lo que estoy cancelando. En lo jugoso, tierno y sabroso de lo que estoy cancelando. Y mi estomago me patea recordándome que existe. Luego de días de no interactuar retomamos contacto. Lo que siento no puede considerarse apetito sino un profundo deseo de alimentación suculenta que podría según algunos autores especializados considerarse necesidad.

La llamada de cancelación se convierte en una llamada de invitación. A visitarme. A ver mí casa limpia. A cenar con el milagrosamente recuperado. Y acepta. Porque mi padre tiene una extraña obsesión con mi departamento.

Mi hermano demostrará durante toda su estancia el descontento que le ha generado el no comer en la habitual parrilla. Mi padre cuestionará cada detalle de mi vida independiente. Esté o no visible. Incluso mi relación con el gato, intentando arrojarlo por el balcón.

De pronto vuelvo a sentir todos los síntomas que horas atrás eran un recuerdo. Y me pregunto si una tira de asado del más noble ejemplar vacuno vale mi salud mental. Y corto, mastico y trago. Y la respuesta la expresa sin palabras mi sonrisa.


domingo, 2 de mayo de 2010

SONRIA, LO ESTAMOS MONITOREANDO

Odio la gente que no es fiel a su esencia. Una persona incapaz de dar, dueña del más puro egoísmo, tendría que al menos, tener la delicadeza de no hacerse querer. De no estar. Y R. me había dado el más certero golpe por debajo del cinturón.

“En esta ventana por favor chatea con barbijo”. Me dijo eso mientras yo le relataba como había dejado de ser una persona para convertirme en un arma bacteriológica de destrucción masiva.

Durante las siguientes jornadas no paré de recibir mensajes de texto. Mensajes de correo electrónico. Ventanitas titilantes en mi msn. El mismo concepto. Curiosidad respecto a mi salud. Confirmación de que sigo respirando. Mensajes escuetos. De pocas palabras. A veces R. sólo le ha enviado un zumbido.

Jamás recibí una llamada telefónica. Porque la empresa que le suministra servicio de telefonía celular no considera mi número como apto para la promoción de llamados gratis de por vida. Y hablar por teléfono es costoso.

Jamás recibí una visita. Porque estoy enfermo. Y quizás contagio. Y seguramente mi apariencia excede lo desagradable. Y tengo mocos. Y voy a estornudarle encima.

La situación me enfermaba pero desde otro ángulo. Me atacaba el sistema psíquico espiritual. No entendía. R. estaba. Relativizando su actitud según sus características personales sentía que me había donado un pulmón y dos litros de su sangre. Y odiaba eso. Porque R. nunca está. Porque R. es egoísta. Porque R. no quiere a nadie más que a R.


sábado, 1 de mayo de 2010

MI MAMA ME MIMA

Hice un bollo y tiré al costado de mi cama la última servilleta de papel. La última del segundo rollo de servilletas de papel. El tiempo entre estornudo y estornudo no parecía aumentar sino todo lo contrario. En el oído izquierdo sólo podía escuchar el zumbar de un enjambre de moscas africanas. Sentía mi cabeza crecer hasta alcanzar el tamaño de un zeppelín y de mi nariz habían dejado de salir mocos para ya salir manadas de focas, haitianos, un equipo completo de basketball y una orquesta de cuerdas con todo y sus instrumentos.

La fiebre iba y venía. Me alegraba a los 37 grados. Me mareaba a los 39. Creo que me desmayé a los 40.

Vía Chat le pasé el parte médico a mi madre. Creo que porque siempre temo morir y que me encuentren descompuesto. No se el motivo. Coquetería, tal vez.

Discutimos como no podía ser de otra forma. Ella insistía con llamar al médico. Yo insistía con que no confío en la medicina occidental. Ella me pregunta que necesito. Y yo respondo que nada. Pero digo que tengo hambre. Que tengo frío. Que estoy sucio.

La fiebre me impide distinguir un escobillón de un elefante violeta alado revoloteando por mi casa. Por eso demoré más de lo normal en distinguir entre el sonido del timbre y una alucinación. Mi madre toca timbre porque no tiene llaves. Y es el único momento en el que detesto que así sea. Pero como se que es el único, no voy a darle un juego.

Alega haber pasado sólo porque estaba cerca. En la mano izquierda una bolsa contiene aproximadamente el 50% de los artículos que se pueden encontrar en una panadería. Una panadería que frecuento. Cuando entra se queja del olor. Se ríe con algo de indignación.

Mirando y olfateando mi casa dice no explicarse como no me enfermé antes. Y me manda a bañar. Y yo voy. Y cuando salgo me acuesto en una cama recién hecha. Y me duermo. Y cuando me despierto mi casa huele a limpio. Y alucino estrellitas en el piso. Y en la mesa. Y en el mármol de la cocina. Y como facturas en la cama. Y me siento idiota. Y un completo inútil. Pero feliz.


viernes, 30 de abril de 2010

UNA PESIMA BUENA NOTICIA

Hay veces que creo que soy diferente del resto de la humanidad. Diferente mal. Diferente como nadie desearía. Hay veces que creo que soy el único ser humano al cual las buenas noticias le traen inconvenientes. Soy el único que recibe malas buenas noticias.

Ya había tirado la toalla hace tiempo. Bastante. Lo suficiente para que juntase hongos y olor a humedad. Y a pie sudoroso. Me había visto como un desempleado crónico. Calvo. Obeso.

El teléfono sonó para, además de arruinar mi encuentro sexual, darme lo que cualquiera interpretaría como una buena noticia. Repregunté varias veces dado lo increíble del llamado. Creo que alteré a una empleada de recursos humanos de nombre Silvana, que para el final de la conversación había perdido por completo el tono dulce con el que se presentó al atender la llamada.

Una gran corporación había decidido que yo contaba con las aptitudes necesarias para sumarme a sus filas. Era evidente que una gran corporación había cometido un gran error. O había comenzado a implementar un ambicioso plan de reinserción social.

Acepté. Corté. Pensé. Me alteré. Como no quedaba ni té verde, comí con voracidad un paquete entero de galletitas de agua en lugar de fumar. Mi presente me había planteado un desafío insospechado. Mi futuro dependía de mi desempeño en los próximos seis meses que duraría mi contrato de prueba. Dudé de mí. Dudé de quienes me seleccionaron. Sabía que eran ellos quienes habían cometido un error. Y no podía dejar de pensar en que seguramente pasado mi contrato de prueba, si es que llego a terminarlo, me despedirían. Y me deprimiría. Y engordaría.


jueves, 29 de abril de 2010

UNA DE SEXO

No recuerdo el tiempo que hacía que mi lengua no invitaba otra lengua a jugar a mi boca. Tampoco intenté recordarlo. No podía importarme menos. No en ese momento.

De un golpe seco caímos los dos en mi cama. Yo debajo. Por suerte. Porque estoy gordo. Y porque estoy gordo debe manejárseme con cuidado. Porque me convierto en un objeto peligroso. Tal vez mortal.

Giramos sobre el colchón un par de veces. Nunca los 360 grados. Porque jamás perdí de vista el asunto de no quedar por encima. Aún después de tanto tiempo no había perdido la capacidad de pensar en otra cosa. De estar en los detalles.

Mi cama recibía otro cuerpo. Mi cama tan exquisita. Tan selectiva. Mi cama que había dejado de discriminar género, color y edad. Que había decidido eliminar las fronteras y convertirse en un prócer de la tolerancia. O por lo menos eso me hacía creer. Nos hacía creer.

Las sábanas estaban sucias y no me importaba. Había dejado a la vista varias muestras gratis de productos contra la calvicie y no me importaba. Mis zapatillas de olor a pata habían quedado del lado de adentro de la casa y no me importaba. No tenía cigarrillos porque ya no fumaba. Nada me importaba.

Hay vicios que son realmente incontrolables. Que están demasiado arraigados. Y el celular sonando despertó una de mis patologías más severas. Ni mi primer encuentro sexual en miles de horas podía hacer que deje un teléfono sonar sin atenderlo. Y eso hice.

Salí al balcón buscando privacidad. Y porque la conversación era importante. Y duraría varios minutos. El tiempo suficiente para volver a mi dormitorio sólo para encontrar mi cama vacía. Con las sábanas sucias. Con olor a pata.

miércoles, 28 de abril de 2010

COMO DEJE DE FUMAR

Usé lágrimas para disolver el cubo que convertiría una porción de fideos en una porción de fideos al pesto. Última porción de fideos en ese paquete. Última porción de alimento en mi alacena. Porque la idea de alimentarme de cubos de sabor artificial deshidratado resultaba absurda. Y fuera de eso y té verde no había otra cosa en la alacena.

No tenía comida. No tenía dinero para comprar comida. No tenía trabajo para conseguir dinero.

Atravesaba la etapa en la que una persona normal decide vender su cuerpo para llevar el pan para su mesa. Idea abandonada en el preciso instante que pasé frente al espejo y deduje que era imposible comprar pan con los beneficios que pudiese dar mi cuerpo.

No quedaba anuncio por aplicar. No quedaba área de trabajo por explorar. Era un hecho que el mercado laboral me había decretado como 100% inútil. Y no va a pasar mucho tiempo para que yo también lo crea.

Era la primera vez en muchos años que necesitaba fumar un cigarrillo. Porque siempre fume por gusto. Siempre prendí el cigarro clave en el momento oportuno. Y rara vez por nervios o ansiedad. Porque no tengo personalidad adictiva. Y para una persona con mi suerte, es una suerte.

Comprar cigarrillos había quedado indefectiblemente fuera de tablero. Llegué a pensar en reclamarle a mi vecina el tabaco que le había convidado dos años atrás cuando me mudé a este piso. Revolví la casa sin éxito en búsqueda de un cartel que dijese “fúmese en caso de extrema necesidad”.

Y una idea absurda dejó de serlo. Vacié dos saquitos e improvisé con servilletas de papel un cigarrillo. Realmente iba a hacerlo. Lo encendí. Y pité. Y fumé el té verde. Y tosí. Y me reí mucho. Creo que acabo de convertirme en un ex fumador.


martes, 27 de abril de 2010

BOB, EL CONSTRUCTOR

Pensaba con la mirada fija en un punto sobre la pared que separa mi departamento del de mi vecina. Una pared grande. La más grande de mi departamento. Blanca.

Sobre los sillones plegables cuelga un lienzo. Abstracto. Sutil. De composición colorida. Alabado por cualquiera que haya entrado a mi departamento. Y a mi me gusta. El cuadro. El respeto que genera un lienzo. Pero no me ocupa la cabeza en este momento. Porque mi vista se fijaba en un punto. Desagradable. Una cicatriz imperdonable en el medio de mi pared.

Un clavo enorme. Grueso. Largo. Un clavo que yo no puse. Porque jamás clavaría algo así en mi pared. Clavo del que según pude comprobar en fotos colgaba un reloj inmundo. Ordinario. Un clavo que concentraba todo el egoísmo y la falta de respeto de R. Todo eso en el trozo de hierro que arruinaba el blanco impecable de mi pared. Y que no podía sacar porque la consecuencia sería peor.

Nuestros valores habían resultado absolutamente incompatibles. Ambos coincidíamos en que la buena cama era esencial. Al igual que el buen humor. Y poder mantener conversaciones interesantes. Pero mientras contemplaba el clavo me daba cuenta que era imposible construir sobre bases tan divergentes.

Yo pensaba en R. R. pensaba en R. Y ahí se evidenciaba la discrepancia. Porque quizás ambos llegábamos a la misma conclusión pero a través de valores completamente disímiles. Compartíamos el carácter indispensable de esa tríada de características que hacen a una pareja. Sólo diferíamos en un detalle. ¿Qué es “bueno”? ¿Para quién es “bueno”? Y mientras tanto el clavo.


lunes, 26 de abril de 2010

INGENIERIA MARITAL

Buena cama. Buen humor. Buena charla. Tres pilares sobre los cuales se debe construir cualquier relación. La base. Los componentes esenciales sin los cuales resultaría imposible concebir una pareja. La clave del éxito, en el mundo según R.

La idea no sonaba descabellada. Parecían pilares lógicos. Estables. Resistentes. Sabía que existía una posibilidad de derrumbe. Porque el error siempre esta presente. Porque no puede eliminarse sino minimizarse. Y jamás pensé que esta estructura sería tan débil como para no resistir siquiera el golpe de un llavero. Y desmoronarse por completo.

Tenía forma de península itálica. Los colores de su bandera. Y como todo souvenir, el nombre del país. En imprenta mayúscula. No valía mucho. Y quien me lo había regalado lo había hecho más por una devolución de gentilezas que por cariño. Pero el llavero no estaba más. Y mi último recuerdo databa del momento en que dejé mi departamento en manos de R. durante mi estadía en el viejo continente.

No fue a propósito, sino porque justo el llavero vino a mi cabeza en ese momento. Y se lo pregunté frente a los asistentes a una reunión discreta en su casa. Porque no era un tema para considerarse privado, en principio. Y porque jamás imaginé su respuesta.

Yo se donde está el llavero. Se perdió. No te lo dije porque no te habías dado cuenta.

Lo dijo con tono culposo. Infantil. Como un preadolescente a quien descubrieron escapándose del colegio. Y yo me llené de ira. Sólo pensaba en desfigurarle la cara con un matafuego. Porque me enferma la gente cobarde. Y los infantilismos. Y la falta de educación. Y de respeto por el otro.

Reevalué los pilares. Y me di cuenta que no podrían sustentarse sin una estructura más compleja. De valores compartidos. De compatibilidad de clase. De educación. De respeto. Reforcé el concepto de hombre como ser social. Concepto ausente en R.


domingo, 25 de abril de 2010

¡GRACIAS FARADAY!

Soy aficionado a las estructuras. No soy muy fanático de las sorpresas. Esa noche la agradecí. Como también agradecí a Michael Faraday por haber descubierto el fenómeno de inducción magnética y todo lo que ello implica. Porque fue gracias a un imán que nadie centró su mirada en mi cabeza. Ni en mi panza. Porque los cinco sentidos de cada uno de los presentes estaban alineados hacia un imán.

No era la primera criatura que mi generación había creado. Si era la primera criatura que uno de los miembros del grupo había creado a conciencia. Su antecesora había llegado un año y medio de terminado el colegio y en circunstancias catastróficas. Y también ha habido varios que se quedaron en el camino. Pero esto era distinto. Esto era significativo. Y si bien no era un problema para los padres, lo era para mí.

Miraba el imán y me preguntaba si efectivamente ese era el disparo que anuncia la largada. Me preguntaba cuantos imanes más irían a repartir en el próximo encuentro. ¿Acaso debíamos empezar a reproducirnos? Se me puso la cara roja y empecé a sudar. Sintomatología que desarrollé de pequeño y me impidió toda la vida disimular mi ansiedad y nerviosismo. Pensaba en crear una criatura. Pensaba en los presentes creando criaturas. Lo que ví es catastróficamente indescriptible.

La evidencia me decía que era imposible que yo engendre una criatura en los próximos años. Porque la relación más larga que había establecido en los últimos tiempos era con un durazno en el fondo de mi heladera. Y no me tentaba mucho la idea de traer al mundo un niño durazno.

Seguí mirando el imán y de pronto mi cara retomó el color habitual. Y volví a agradecer a Michael Faraday. Me hizo olvidar por completo de mi contribución a la conservación de la especie. Porque mi cabeza se había llenado con una sola pregunta: ¿Qué le hace creer a un padre, que otra persona querría tener la cara de su hijo mirándolo a los ojos cada vez que abre la heladera?


sábado, 24 de abril de 2010

PROMOCION 1810

Pocos amigos me quedaron del colegio secundario. Porque soy antipático. Porque no fueron mis amigos durante el colegio menos lo irían a ser después. Y porque muchos enloquecieron luego de terminar la secundaria. Algunos durante. Bastantes durante. Caigo en cuenta que de adolescente ya atraía hacia mi entorno personajes con las más diversas patologías psiquiátricas.

Me aburren mucho los reencuentros. Reencuentros cada vez menos frecuentes. Porque son iguales. Todos. Porque no me gusta ver gente que no maduró una hora desde el día que nuestro profesor de matemática nos dio el diploma. Porque me aburre escuchar las mismas anécdotas. Con el mismo tono. Las mismas pausas. Las mismas risas casi ensayadas. Los mismos suspiros de nostalgia ubicados en el relato con una precisión absoluta.

Voy a todos. En los últimos doce años jamás me he perdido un reencuentro. Tengo mis motivos. Por un lado salir de mi casa me resulta cada vez más necesario. Desde el otro extremo, ver comportamientos infantiles en personas de treinta años me recuerda el maravilloso don de la cordura. Y me hace sentir aunque sea por un instante que no estoy completamente desbarrancado.

Por sobre eso prepondera un motivo. Un instante. Son minutos valiosísimos que justifican volver a escuchar el relato de cómo en cuarto año le pinchamos las cuatro gomas a la renoleta de la profesora de matemáticas a la que luego vimos resbalarse y quedar inconsciente en la puerta del colegio mientras iba a denunciarnos con el director. Y fingir las risas en el momento en que ya todos sabemos que hay que hacerlo. Y pronunciar el nostálgico “te acordás” en si bemol.

Es ese instante inicial al que esta vez le temía más que a una jauría de perros rabiosos. Porque era probable que esta vez no pueda reírme hacia mis adentros. Ni comentar con mi amigo en el baño. Porque quizás sería el año en que yo sería. El más gordo. El más pelado. El más sucio. El más soltero. El más solo. El menos.


viernes, 23 de abril de 2010

¡GRACIAS A DIOS QUE ES VIERNES!

Se lo dije con el tono más empático que pudo salirme en ese momento. Porque el relato de lo agotadora que había resultado su semana parecía dispuesto a apoderarse de toda mi energía. Me dio la razón. Agradeció la llegada del viernes. A mi francamente hace tiempo que me da igual un viernes o un martes. Pero la sociedad parece juzgarte si no recibís con alegría y agitando una matraca la llegada del fin de semana.

Me gustan mucho los indicadores. Me cuesta confiar en la gente. No confío en el que se molesta en defenderse. No confío en quien se vanagloria del carácter ideal de su pareja. Definitivamente no le creo a aquellos que viven quejándose de que no tienen un minuto libre.

Vuelvo a pensar en este tema de haber dejado de medir el tiempo en semanas. Reformulo mi teoría. Reconozco la existencia del fin de semana. Y lo odio. Porque me hace odiar. A la gente inactiva. A la gente inactiva que se avergüenza de su inactividad. Y de su vida. Y es el fin de semana el único momento en el que no pueden alegar falta de tiempo libre. Y aún así lo hacen. Y a mi me exaspera.

Tengo una sinceridad particular. Extrema. Violenta. Y uso casi siempre un tono bastante agresivo y tajante. Por eso le caigo mal a la mayoría de las personas que me conocen.

Mi sentimiento hacia esta persona comenzó como admiración. Luego cariño fraternal. Luego indiferencia. Luego pena. Hoy es asco. Asco de cómo la ausencia total de amor propio la llevó primero a una vida de autodestrucción y marginalidad para luego esparcir su veneno sin respeto por nada ni por nadie. Asco de verla como desde una cama, sea martes o sábado, sea de día o de noche, siempre comiendo, alegar cansancio. Alegar no poder dejar de trabajar. Y criticar gente. Gente hermosa. Gente con metas cumplidas. Y metas por cumplir. Gente que se quiere. Y que supo quererla. Y no se dejó. Y entre bocado y bocado les mordió el cuello. Sin efecto. Porque la gente hermosa es inmune al veneno.


jueves, 22 de abril de 2010

FRANCAMENTE, NO ME INTERESA

Hoy tuve una charla con un amigo extremadamente necesario en mi vida. Amigo por sobrepasar mis estándares de valores. Necesario por mantenerme siempre con los pies en la tierra.

Lo genial de esta persona es lo universal de sus respuestas cada vez que le planteo un problema. Problemas enormes. Problemas trascendentales. Problemas que ponen en jaque mi estabilidad mental. La respuesta es siempre la misma: No me importa. Y con aire de superioridad sigue tipeando en su computadora portátil. Porque eso es lo que hace el mayor porcentaje de su tiempo. Cuando no duerme. Cuando no come. Tipea.

Yo no digo nada. Y me acaloro. Y recorro la habitación con la mirada buscando el objeto que más daño le haría al impactar contra su cabeza. Y me voy. Y el me saluda sin intentar detenerme. Y me pongo aún más nervioso. Y juro jamás volver a recurrir a él cuando tenga un problema.

Me cuestiono como puede existir una persona tan poco sensible a los problemas ajenos. Y camino. Me pregunto como puedo sentir afecto por una persona tan poco sensible a los problemas ajenos. Y los puños se aprietan cada vez más. Y sudan. Y me pregunto porque tengo una amistad unilateral. Porque él es mi amigo. Y no le importan mis problemas. Por lo que yo no soy su amigo. Y llego a mi casa con el cuero cabelludo extremadamente tensionado y contracturado.

Me acuesto para iniciar el ritual de ocho horas de giros y piruetas hasta lograr quedarme dormido. Pienso en que el volumen de pelo en mi almohada mañana será mayor a lo usual. En que no puedo dormir. En mi problema. En que a mi amigo no le importa. En por qué no le importa. Y deja de importarme mi problema. Y me levando liviano.


miércoles, 21 de abril de 2010

CUCURRUCUCU

Mis pensamientos eran variados. Tenía que deshacerme de un cadáver. Tenía que limpiar el balcón. Tenía que diseñar un mecanismo que evitase la entrada del felinezco vecino a mi casa. Y entre tanto repetía en mi cabeza la frase: “Odio a los gatos más que a cualquier otra cosa”.

Ver de cerca la paloma muerta me generó un repentino respeto hacia los gatos. Un respeto similar al que podría tenerle a los tigres de bengala. O a la electricidad. Un respeto que haría que jamás permita al invasor volver a entrar a mi casa.

Supe tener un perro. Mi perro mató una rata dejándola irreconocible. Deshecha. Al punto que no podría ser distinguida de un mapache o de una porción abundante de guiso de lentejas. Porque fue un juego. De consecuencias nefastas, pero un juego. Bruto. Desprolijo. Baboso.

La paloma estaba apoyada sobre el lomo. Con las alas comprimidas. Las patitas rectas apuntando hacia arriba. Un tajo le abría el cuerpo por la mitad. Y desparramaba algunas de sus tripas. Un tajo preciso. Como el que haría la mano de un cirujano empuñando un bisturí filoso. Era claro que no había sido partícipe de un juego. Era claro que había sido ejecutada.

Entré y salí varias veces dando arcadas. No había forma que pudiese hacerme cargo de levantar ese desastre. Desastre del que debería hacerse cargo mi vecina. O su gato mismo. Deshaciéndose del cadáver junto con mi hombría. No podía tampoco dejar que eso pase.

En medio de un grito logré despacio meterla en una bolsa de papel con manijas. Bolsa que levanté con el palo del escobillón y guardé adentro de otra bolsa. Que dejé en el palier de mi casa. Y tiré un litro de lavandina concentrada. Y deseé que el gato se la fuese a tomar. Y me arrepentí. Porque no era capaz de hacerme cargo de otro cadáver. No en la misma semana.


martes, 20 de abril de 2010

LOS INTERIORES DE UN TRIUNFADOR

Tengo que ponerme los pantalones pero no quiero. Los calzoncillos que tengo puestos me hacen sentir poderoso. No se porqué. Me gusta usarlos. Me gusta vérmelos puestos. Con ellos soy más importante. Mejor persona. Incluso llego a pensar en la posibilidad de salir a la calle usando sólo mis calzoncillos de alta jerarquía. Quizás también una corbata. Luego recapacito.

Después de deleitarme con una canción de Divididos, el eclecticismo extremo que tomo posesión de mi lista de reproducción pone a prueba mi instinto suicida con una canción de Caetano Veloso. Y yo me alarmo. Y pienso en mi balcón. En la paloma herida que allí habita. Y en que ni ayer ni hoy le di de comer.

Con una servilleta de papel junté migas desparramadas por la mesa y encaré hacia el balcón. En calzoncillos por supuesto. Y con la esperanza de que mucha gente me viese. Porque pensarían que soy un triunfador. Porque sólo así podría estar usando esos calzoncillos. Deseaba que la casualidad haga que alguien me tome una fotografía. En alta definición. Yo importante. Yo en calzoncillos alimentando a una paloma herida. Y manteniéndola fuera de las garras de un malvado gato. Me vanagloriaba de sólo pensarlo.

R. odia esos calzoncillos. Los detesta más precisamente. Porque son deserotizantes. Y a mi no me interesa. Porque no sabe que los tengo.

Toda mi gloria se desmoronó instantáneamente. Mi imagen triunfal que no podría superarse ni por un candidato a presidente besando leprosos se evaporó con la imagen de una tragedia. Sentí caérseme los calzoncillos. No podía precisar el tiempo que el cadáver estaba acostado junto al compresor del aire acondicionado. Porque llevaba dos días sin asomarme al balcón. Y tampoco puedo precisar porqué tuve que correr a mi cuarto. Y ponerme pantalones. Y medias. Y zapatillas.


lunes, 19 de abril de 2010

PASION DE MULTITUDES

Mientras camino hacia la parrilla donde tengo que encontrarme con mi padre y mi hermano, pienso. Me cuestiono el porqué del encuentro. Masoquismo seguramente. Muchas ganas de salir de mi casa. El asado es un factor determinante también.

Vienen de ver un partido de fútbol. Y a mi no me gusta el fútbol. No al punto de dejar que saque lo peor de mí. Y no me gusta hablar de fútbol. Porque no me gusta debatir trivialidades con la pasión que supongo deben tratarse asuntos de política internacional.

Ellos sólo hablarán de fútbol. Se quejarán y debatirán a los gritos si su equipo pierde. También lo harán si su equipo gana. O si empata. Y yo voy a mirar el cielo si comemos afuera o el techo si lo hacemos adentro. No intentaré fijar la vista en alguno de los televisores de plasma que decoran el lugar porque seguro también estarán hablando de lo mismo.

En algún momento yo voy a pedir cambiar el tema. Porque somos tres. Y porque no nos vemos todos los días. Y porque no se puede discutir con tanta intensidad de un juego. Me retrucarán que es un espectáculo. Qué es la pasión más grande de la humanidad. Lo que une al país. Y a mí se me cambiarán de lugar los órganos. Y atacaré de manera punzante la autoestima de mi padre desde una altanería intelectualoide. El a los gritos dirá que está bien, que si quiero podremos hablar de la concha de Susana Giménez.

Entonces ese es el momento en que yo dejo de hablar. Porque me alteran ese tipo de situaciones. Me avergüenzan. No me gustan. Y mi padre también dejará de hablar. Y hará ruido al cortar la comida. Al apoyar la copa en la mesa. Al servirse sprite. Y mi hermano me dirá que volví a arruinarlo. Y yo me quedaré en silencio cuestionándome el porqué del encuentro.


domingo, 18 de abril de 2010

SADISMO VIA CHAT

Contaba con el tiempo justo para ponerme los pantalones. Ni un minuto más. Debía correr a encontrarme con mi padre que volvía de la cancha. Para cenar. No es estricto con la puntualidad, pero yo tenía mucha hambre.

Un sonido estridente y gracioso. Irritante a la vez. Una ventanita que titilaba entre un gris y un naranja. R. necesitaba decirme algo antes que yo salga de mi casa, y leí su mensaje (corregí la gramática porque no tolero leer errores):

R. dice:
¿Tenés que bajar? Porque necesitaría unas empanaditas…

Ernest dice:
Ah bueno, pero AH BUENO.

R. dice:
Pero no tengo ganas de ir hasta la rotisería.

Ernest dice:
No tenés el más mínimo vestigio de cara. ¿Vos me estas pidiendo que te compre comida y te la lleve a tu casa o estoy entendiendo mal?

R. dice:
La idea es la que sigue: Bajas, las encargas y les pasas mi dirección.

Ernest dice:
Ah, menos mal, sólo querés que te las compre y te las haga mandar, pensé que estabas pidiendo algo desubicado.

R. dice:
Tengo el teléfono, ¿lo vas a hacer o llamo?

Ernest dice:
NO

R. dice:
No ¿qué? ¿NO LLAMO O NO LO HACES?

Ernest dice:
¡Pedí vos tus empanadas!

R. dice:
OK, GRACIAS POR TU HOSPITALIDAD. Ahora llamo. ¿Ya te vas a comer?

Ernest dice:
Si. Asado. Porque como asado.

R. dice:
Cerrado. Ahora me quedo sin comer… la.

Ernest dice:
No me conmoves.

R. dice:
Ahora voy a llamar a otra.

Ernest dice:
Pedí sushi.

R. dice:
¡Ja! Mariconadas no. Voy a comprarme unas empanadas por acá. NO ME QUERIA CAMBIAR Y BAJAR E INTERACTUAR FACE TO FACE CON NADIE.
BYE

Ernest dice:
Chau. Ojala esté todo cerrado y te quedes sin comer.

R. aparece como desconectado. Recibirá sus mensajes la próxima vez que inicie sesión. Pero a mi me encantaría saber ahora si leyó mi última línea.


sábado, 17 de abril de 2010

VIAJERO DEL TIEMPO

Primero debe especificarse una fecha. Día. Mes. Año. Hora. Luego tirar de una palanca o apretar un botón. Lo curioso de la máquina del tiempo es que no nos permite volver a vivir nuestras situaciones del pasado sino observar en carácter de espectador momentos anteriores de nuestra vida. Así me sentí el día que tomé la decisión de volver a la facultad a cursar de nuevo la materia que tengo pendiente.

Entré al aula tres minutos antes del horario estipulado. Un aula llena de personas conversando, gritando, riéndose, quedó completamente en silencio con mi presencia. El ruido de los pupitres que se arrastraban me perforaba el cráneo con la misma intensidad en que lo habían hecho esos mocosos impertinentes confundiéndome con un docente. Los que quedaban dados vuelta miraron al frente y varios de la primera fila me dijeron buenas tardes. Yo me senté en la segunda hilera de bancos. Y poco a poco el murmullo comenzó a acrecentarse. Risas varias. Hasta volver al estado de caos previo a mi llegada.

Yo estaba sentado en el último banco. Casi no me podía distinguir la cara. Me hamacaba con aire altanero. Bostezaba. Garabateaba hojas. Hablaba con mis compañeros. Me hubiese sacado un zapato para arrojármelo de lleno en la cabeza y ordenarme prestar atención. Pero recordé que tenía un agujero en la media. Y ya había sufrido suficiente humillación el día de hoy. Me paré y salí a fumar al pasillo.

viernes, 16 de abril de 2010

SILENCIO, HOSPITAL

Como de costumbre no había podido dormirme hasta la salida del sol. Porque el insomnio se empecinó en destrozar mi sistema nervioso. Y porque además había llovido toda la noche. Y los truenos no resultan el mejor arrullo.

Conciliado el sueño me despiertan los gritos de mi vecina. Con un inconfundible enojo gritaba un nombre que por suerte no era el mío. En un estado de semiconsciencia traté de imaginar lo que podría estar pasando. Muy lentamente mi cerebro ataba cabos para avisarme que el nombre que estaba escuchando era el de su gato. Resoplé con resignación. Porque odio a los gatos. Y en particular a ese que me atormenta como el cuervo de Poe.

Sin darme cuenta logré dormir una hora más. Y me desperté ya en un clima tranquilo. Tambaleando como un borracho llegué a la cocina. Y miré por el balcón. Siempre lo hago. Y vi la escena de lo que aparentaba haber sido una masacre.

Barro. Plumas. Sangre. Una voz grave y afónica dentro de mi cerebro insultó a todas las especies felinas. Abrí la puerta y la vi atrás del flamante compresor del aire acondicionado. Acurrucada. Dolorida. Asustada. La voz en mi cabeza extendió el insulto anterior a aves y afines.

Busqué dos bolsas. Una la iría a usar de guante. Porque las palomas me dan asco.

Intenté agarrarla pero salió corriendo. No muy veloz, pero en mi estado de somnolencia un caracol herido podría ganarme una carrera. Desde el otro extremo del balcón me miraba. Extendí la mano para agarrarla y embolsarla. Ella extendió sus alas para volar. Y no pudo. Y corrió. Y cayó de pecho al suelo. Y se levantó. E intentó volar nuevamente. Y esta vez logró elevarse unos centímetros. Unos centímetros que le bastaron para ganarse mi respeto. Y unas migas que tenía en la panera. Y un hogar para recuperarse.


jueves, 15 de abril de 2010

LA FELICIDAD DEL INFELIZ

No le creo a nadie que alegue ser feliz. Porque no se me ocurre un estado de mayor infelicidad que el de la felicidad plena. Veo imposible vivir sin generar tensión creativa. Tensión, fuerza que nos va empujando hacia una meta. Tensión que se genera por la diferencia entre nuestra realidad y nuestro ideal.

Reconozco también el peligro de la infelicidad absoluta. Cuando esa tensión en lugar de acercarnos a la felicidad convierte nuestra realidad en nuestras metas. Cuando nos estanca. Me viene a la mente la imagen del coyote siendo aplastado por una roca gigante atada a un resorte.

De esa definición de tensión creativa es que concluyo en lo igualmente peligroso que resultan los estados plenos. Ser infeliz. Ser feliz.

Yo conocía su estilo de vida. Su condena que disfrazaba de sabia elección. Su incapacidad de ganarse el respeto de un hombre que disfrazaba de libertad. Su inmadurez que disfrazaba de la picardía de llevar a su cama hombres que no crecían mientras ella seguía haciéndolo.

Disertaba sobre su marginalidad convirtiéndola en un ejemplo de rebeldía y éxito personal. Hablaba y hablaba sobre su felicidad. Excesiva. Plena. No la interrumpí. No la contradije. La deje explayarse. Y vi las caras de los presentes. Y me regocije un poco. Y otro poco sentí pena. Pobre persona feliz.


miércoles, 14 de abril de 2010

SOBREVOLANDO EL F14

La risa de los presentes parecía ser el catalizador perfecto para que sus palabras fluyan con más énfasis. No escatimó en gestos. Variaba el tono de voz según la historia lo requería. Yo miraba atónito y claro, también reía. Porque no quería quedar en evidencia. Y porque desde el punto de vista objetivo era una historia graciosa.

Mientras yo preparaba y bebía un trago tras otro, R. contaba:

“La cola para sacar las entradas era enorme. Parecía haber miles de personas y a mi no me gusta esperar. Además de seguro nos quedaríamos sin entradas. Por eso opté por la expendedora automática. Máquina amaestrada para darte siempre asientos en la primera fila.

Minutos antes de que comience la película me acerqué a la cajera y haciendo uso de mi sensualidad irresistible le pregunté por asientos libres en la sala. Y ella tomó una birome y anotó en cada una de mis dos entradas una combinación de letras y números: H12 y F14. Asientos separados, que dado mi acompañante, no me importaba.

Entramos y lo vi. Sentado en una butaca que daba al pasillo estaba el hombre que ya había sido previamente degustado por mi. Hombre que me interesaba seguir teniendo en la guantera. Por eso debía moverme rápido y eficientemente.

Me adelanté a mi acompañante subiendo tres escalones de una zancada. Y pasé junto al hombre velozmente. Saludándolo con un simpático agitar de mi mano derecha. Y me senté en el estratégicamente ubicado H12.

Con lógico desconcierto mi acompañante me preguntó por su destino en la sala. Mi respuesta fue una combinación de letra y número: F14. Y él bajó dos escalones. Y se acercó a quien ilegalmente ocupaba el asiento que él debía ocupar ilegalmente. Y fue gracioso ver a mi hombre desalojar a mi hombre. Y las luces se atenuaron. Y me puse los lentes 3D.”.


martes, 13 de abril de 2010

LA MEJOR FORMA DE HACERSE ODIAR POR UN HOMBRE

Podría haberme encontrado duchándome en su baño. Podría haberme encontrado en el sofá de su casa masajeando los pies de su mujer. Podría haberme encontrado abrazándola por atrás mientras ella ponía maní en un plato rosa a lunares blancos. Cualquier cosa hubiese sido mejor. Incluso si me hubiese encontrado desnudo. En su cama. Hubiese sido menos doloroso y humillante.

Él llegó de trabajar tarde. Porque según su mujer trabaja mucho. Más de lo que debería. Y definitivamente más de lo que se le paga. Él llegó y saludó a su amor mientras cerraba la puerta. Yo me reí en silencio. Porque ese tipo de cursilerías me dan risa. Su amor no contestó porque estaba duchándose. Contesté yo. Porque estaba en el balcón y si lo escuché.

El tono agradable con el que había entrado le cambió al instante. Porque estaba yo. Y yo era yo. Y yo estaba fumando en su casa. Y yo estaba asando en su parrilla. Y yo siempre me divierto cuando interactúo con ese hombre.

Dijo que era lindo llegar y tener la comida lista. Pero imaginar un elefante sobrevolando en cielo era una idea más creíble. Y no pasaron más de cinco minutos hasta que comenzó a defender su territorio. A intentarlo. Y yo a disfrutarlo.

El ya no tenía el traje con el que había entrado. Porque el traje es incómodo. Y para pelear se necesita ropa cómoda. Y ya no éramos él y yo en el balcón. Porque ella estaba limpia. Y nos acompañaba.

Me cuestionó mis métodos para asar. Intentó tocar mi asado. Recuperar su parrilla. Y yo siempre sonriente le dije que se relajara. Que hoy sólo trabajaría yo. Y lo invité a descansar. Y fue como verlo desnudo. Peludo. Mostrando los dientes y saltando. A los gritos.

Me dijo que me iría a faltar fuego. Ella dijo que él asaba bien. Y yo que por su cara jamás hubiese imaginado que era capaz de asar. Ni bien ni mal. Y serví la comida. Y no me faltó fuego. Ni me sobró.

lunes, 12 de abril de 2010

SACRIFICIO Y ROCK AND ROLL

No soy de los que piensan en los cartoneros cuando se habla de vidas sacrificadas. Para ser más exacto, cada vez que alguien menciona la palabra sacrificio lo primero que me viene a la cabeza es la imagen de una virgen siendo sacrificada en el centro de una estrella de cinco puntas pintada en el suelo con sangre de becerro. Becerro también virgen, por supuesto.

Soñé que tenía las muelas torcidas. Las del fondo. Las que se tornan indispensables para toda persona que se precie de carnívora. Y estaban torcidas. Giradas a 90 grados respecto a sus compañeras. Y la derecha estaba completamente picada.

Cerré la mandíbula y noté que ejerciendo un poco de presión, estas giraban. Todo era cuestión de un golpe seco. Un instante de fuerza concentrada de la mandíbula y mis muelas volverían a su lugar.

Sabía que era muy difícil que la muela derecha resistiera semejante tratamiento. Porque estaba completamente picada. Hueca. Y una de las paredes estaba comida hasta la encía.

Cerré los ojos e hice fuerza. Mucha. Hubo ruidos. Los mismos que cuando se acomoda un brazo dislocado. Y mi muela izquierda volvió a su lugar. Y la derecha quedo totalmente destrozada. Y esa sería a partir de ahora mi nueva imagen de sacrificio.


domingo, 11 de abril de 2010

DISCULPE, ¿NO ME HARIA EL FAVOR?

Necesitaba lo que todos en algún momento necesitamos. Lo que todos necesitamos y por lo general nos avergüenza reconocer. Y no lo pedimos. Y no lo obtenemos. Y no despegamos.

En el ascensor me encontré con una potencial primera opción. Opción descartada en el instante en que con la mirada de alguien inconforme con su status me solicitó el dinero de las expensas atrasadas. Me molesta la sensación de poder en la gente. Y debería haberle reventado la cabeza una y otra vez con la puerta automática del ascensor. Y verla quebrarse como una nuez. Pero tenía algo más importante en que pensar. Y lo dejé regocijarse en su mugre.

Salí a la calle eufórico. Pocos transeúntes. Pocos y poco atractivos. Ninguno me terminaba de convencer del todo.

Justo en la esquina la vi. Mujer. Entre cuarenta y cincuenta. Atlética. Guapa. Notó mi intromisión y en un movimiento compuesto chequeo la parada del colectivo y la hora en su reloj de pulsera. Su molestia en la espera indicaba que no disponía de mucho tiempo para pasar a la acción. Y lo hice.

Disculpe señora. Así me introduje y ella me miró aceptando mi invitación a una conversación efímera del tipo “¿Qué hora es?” o “¿Para esa línea en esta esquina?”. No era lo que tenía en mente. Y di media vuelta y le di la espalda. Y me incliné. Y le pedí por favor que me pateara en el culo. Dio un grito mudo que nadie escuchó. Y salió corriendo. A mitad de cuadra paró un taxi y se fue.

Decepcionado quedé meditando en mi posición. Y de golpe mi cara chocaba contra una baldosa. Y mi mano derecha se raspaba con el cordón de la vereda. Y mi ropa estaba sucia. Y jamás sabría quien fue. Pero no podía dejar de sonreír.


sábado, 10 de abril de 2010

MI CASA MUSEO

En uno de los sillones plegables, el más cercano a la ventana, había un juego de sábanas limpias. Sábanas limpias que no había guardado en el armario. Sábanas limpias que dejaron de estar limpias. Sábanas que hoy olían a todo lo que se puede encontrar en el menú de una chopería barriobajera. Sábanas que sin haber usado debía lavar nuevamente.

Toda mi desidia parecía estar exhibida de forma ostentosa contra la pared del living. La pared que separa mi departamento del de mi vecina. Mi vecina dueña del gato que me frecuenta.

Mirar esa pared era ver a través de objetos la meta que me había propuesto en las últimas semanas. Percudida. Sucia. Olorosa. Estática por sobre todas las cosas.

Una vez que pasábamos los dos sillones plegables se aparecía inclinado un escobillón. Tapando con las cerdas un montículo considerable de tierra. Y pelo. Porque mi alopecia alcanza el nivel de poder medirse en cantidad de montículos de pelo rodando por la casa. Mugre. Cosas que barrí y jamás junté. Y luego barrí más. Y agrandé el montículo que tampoco junté.

Finalizando la exposición aparecía en el suelo la mancha. Nació como la huella de una bolsa de basura que había dormido en mi living más de lo que debía. Pasó a convertirse en una mezcla seca de ese fermento y un chorro de limpia pisos. Qué jamás limpié. Y que luego rocié con lavandina. Porque temía atraiga alimañas. Pero no limpié.

Vi energía perdida. Recursos desperdiciados por doquier. Al lavar las sábanas. Al juntar la tierra. Al agrandar la mancha. Lo que había encarado como un firme primer paso a la meta se había convertido en su inhibidor natural. Y me alejaba.


viernes, 9 de abril de 2010

YO TAMBIEN SOY MINORIA

El verdadero motivo de mi desventaja frente a ellos no era el dos a uno. Independientemente de mis ganas o no de explicar, ellos no querían escucharme. Iban a apedrearme cualquiera sea mi argumento. Porque yo era insensible. Porque yo no podía entenderlos. Porque yo no formaba parte de ninguna minoría.

Me causa gracia que la gente siga hablando de minorías cuando las mayorías son una especie en extinción. No me gustan las fronteras. No me gustan las formas intolerantes de pedir tolerancia.

La única razón por la que induje a una discusión eterna fue evitar que volviera a girar el dvd. No tenía el más mínimo interés en retomar la serie de fotografías que paso a paso retrataban como uno de mis amigos había bebido un mojito.

La discusión derivó en insultos mutuos, política internacional, risas para con el otro y todo eso en lo que derivan las discusiones entre personas que se conocen y respetan al punto de no sentirse ofendidos por el otro.

Me quedé pensando en mi mayoría. Si suponemos que existe un número determinado de características que hacen al ser humano, aún pensando ese conjunto como finito, la combinación de características que reúne cada individuo hace estadísticamente muy poco probable la existencia de dos personas iguales. Ergo, cada uno de nosotros seríamos por definición una minoría. Y las mal llamadas minorías mayorías. O estados intermedios.

Me preocupé de no ser casado, judío, negro, travesti. Me preocupé de no formar parte de ninguna “minoría”. Me preocupé de que, según mi teoría, era parte de la mayoría. De un limbo. De una indefinición absoluta. De nada.

jueves, 8 de abril de 2010

¡NO TE METAS CON MI ORGULLO!

Se me ocurren pocos contextos peores que las 19hs de un domingo plomizo. Una tarde compartida con una pareja de recién casados, un televisor de plasma de 42’’ y un dvd con más fotos de luna de miel de las que cualquier ser humano coherente podría suportar, es peor.

Si pudiese rediseñar mi cuerpo, colocaría en mi cerebro un fusible que interrumpa, en el momento indicado y de manera automática, la provisión de energía a mis cuerdas vocales dejándome completamente mudo cuando así lo necesite. Pero hablé.

Lo malo de las personas y sus fotos es que no sólo creen que nos interesa verlas sino que además se sienten brutalmente ofendidas cuando expresamos algún mínimo vestigio de descontento. Y yo además, hablé.

Dentro de un complejo caribeño los paisajes son bastante invariables. La gente debería saber que en un sitio como ese, no son necesarias más de diez fotos. Ellos desafiaban la lógica, y la cantidad de fotos en el disco que giraba dentro del reproductor parecía crecer exponencialmente. Y yo podría haberme dormido con los ojos abiertos. En cambio, hablé.

Realmente me interesaba la respuesta. No comprendía lo que veía en las fotos. Y pregunté por qué. ¿Por qué una pareja gay debía pasar su luna de miel en un complejo gay en el medio del caribe rodeado de otras parejas gay? Pagando además un excesivo sobreprecio.

Me miraron con los ojos inyectados en sangre. Mis dos amigos comenzaron a multiplicarse hasta convertirse en un ejército de homosexuales iracundos a los que sólo les importaba arrancarme la cabeza.

La respuesta fue un cliché vomitivo y empalagoso. ¡Porqué estamos orgullosos!

Yo estoy orgulloso de tener treinta años y seguir dándole la ropa sucia a mi madre para que me la lave. Y no me interesa si los que están a mí alrededor también lo hacen. Y trato de juntarme con gente a la que no le importe si yo lo hago.

Lo bueno fue que uno de los dos apretó el stop. Y no vimos una sola foto más.

miércoles, 7 de abril de 2010

COMO SABER COMO

Fue cuando entré por primera vez en contacto con el concepto de enfermedad terminal. A mi compañero de tercer año de secundaria se la habían diagnosticado. Al colegio llegó información que el chico no iría a vivir mucho más de una o dos semanas. Al año siguiente estaba cursando cuarto año con nosotros. Diez años después tenía el alta médica definitiva. Hoy me siguen irritando los mails humorísticos con los que llena mi casilla de correo.

Una vez alguien se animó a preguntarle. No supo que contestar. No por no querer. Siempre habló del tema con valentía y mucho humor y cinismo. Simplemente no sabía la respuesta. No sabía como sucedió. Como se curó. Como desafió a la estadística y a la medicina occidental.

Era una persona que había conseguido un logro superlativo y no podía dar instrucciones respecto al como.

Un ex compañero de trabajo me taladraba la cabeza hablando sobre como su terapeuta había ayudado a que él y su mujer superasen lo que parecía una crisis definitiva. Como logró siguiendo los consejos e instrucciones de esta persona evitar lo que se presumía una separación inminente. Le pregunté lo obvio y la respuesta me sorprendió.

Este profesional que tan claro había expuesto la solución al problema no estaba casado y además llevaba en la mochila dos divorcios confesos.

Me surgió este planteo mientras leía “Instrucciones para no morir de amor…”. Instrucciones. Alguien las plantea. Otro las sigue. ¿Cómo saber si realmente conducen al éxito? ¿Son las credenciales del instructor realmente un buen indicador de la calidad de sus instrucciones? En principio, la mujer que lo escribe evidentemente ha logrado no morir.

¿Por qué quien sabía como llegar no había llegado? Voy a intentar seguir mis instrucciones para ver que pasa.

martes, 6 de abril de 2010

RINDASE, NO LO QUEREMOS

Anoche soñé con el siguiente mail.

“Estimado señor Tuttolomondo: Nos dirigimos a usted con el fin de solicitarle por lo más sagrado que deje de intentarlo. No es que nos moleste recibir las innumerables copias diarias de sus antecedentes laborales. Ni nos molestamos en leerlos. Contamos con personal estrictamente abocado a eliminarlos, cualquiera sea el formato en que nos llegue.

¿Acaso no se dio cuenta que no nos interesa? ¿O de veras cree que no lo llamamos porque debido a algún bache en la tecnología no estamos recibiendo su información personal? Nada de eso. Simplemente no lo queremos entre nuestras filas.

Usted está viejo señor Tuttolomondo. Usted está viejo y no tiene título universitario. Porque por más que se empeñe en escribir “universitario en curso” sabemos que jamás obtendrá su título. ¿Qué le hace pensar que si no rindió la materia que le falta en los últimos cuatro años lo hará en algún momento? Además, ¿de veras piensa que lo contrataríamos a usted pudiendo contratar a una atractiva jovencita seis o siete años menor?

Considere esta carta como un detalle de nuestra parte. Deje de intentarlo. No pierda su tiempo. Para decírselo de una forma más clara, es más probable que desarrolle alas y vuele a través del pacífico a que consiga un trabajo.

Una cosa más. Está cada vez más gordo. Y calvo. Y su higiene personal está completamente desbarrancada.

Por eso señor Tuttolomondo. Querido Ernesto. Evite la frustración. No le hace bien.”.

Me desperté de un salto y abrí mi casilla de correo. Y lo busqué a morir. No estaba. Porque era un sueño. Las grandes corporaciones jamás tienen esos detalles tan reconfortantes.

lunes, 5 de abril de 2010

MI MUJER AMIGA

No hago uso del transporte público por sobre todas las cosas. Aún sin contar con movilidad propia. Lamentablemente hay gente que nos obliga a ultrajar nuestros principios. Mi llegada tarde al encuentro con la ingeniera hizo que esa noche yo tomase un colectivo.

Cuando me llamo yo estaba tirado en la cama. En calzoncillos. Oliendo a agua empantanada. De no haber llamado hubiese olvidado nuestra cita. Y no hubiese ido. Pero la ingeniera siempre encuentra una excusa para recordarme nuestros compromisos treinta minutos antes de que se sucedan.

Compartir un momento con ella es aún más agradable que mirarla. Y mirarla es extremadamente agradable. Porque es preciosa. E inteligente. Y dueña de la insensibilidad más sensible que encontré en otro ser humano. Además de ser responsable del replanteo de uno de mis supuestos más arraigados.

No podría asegurar que para las mujeres es posible la amistad entre dos potenciales amantes. No podría por la misma razón que no podría asegurar la inviabilidad práctica del nuevo plan económico del gobierno. Porque no soy licenciado en economía. Ni mujer. Ni adepto a la opinología. Por eso me reservo.

La ausencia de deseo sexual frente a la ingeniera me había resultado sorprendente. Era posible encarar una amistad con alguien a quien si sólo conociera de vista definitivamente catalogaría como un potencial amante. Potencial, poco realista y pretencioso de mí parte.

Llegué tarde como era de suponer. Me lo dejó pasar porque había pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro. Y porque el espectáculo se había retrasado. Y lo haría aún más. Y nos daría tiempo para hablar. Ponernos al día. Ser amigos.

domingo, 4 de abril de 2010

EL MUNDO CONSPIRA PARA VOLVERME INSENSIBLE

La lista de las cosas que se pueden hablar con alguien a quien querés mucho, hace bastante tiempo que no ves y compartís una plena confianza, es interminable. Es un chico con el que me puedo sacar los zapatos y tranquilamente hablar por horas. Y eso hacemos cada vez q llega al país. Y cada vez que se va lo extraño. Sobre todo porque no usa Internet. Y es una ignorancia que le envidio.

Ya no nos quedaba tema por ahondar. Ni cerveza por abrir. Ni comida. Pero no quería que se vaya. Ni él quería irse. Haciendo uso de mi confianza le pregunté por su pene. Si había cambiado en algo su vida luego de la operación de fimosis. Se rió por la pregunta. También lo hice yo. Luego se le fue la mirada. Creo que por la cerveza.

Habló de una primera etapa de mucho dolor. De ardor. De una falta de dominio. Y concluyó su relato con una consecuencia un tanto nefasta. Pérdida de sensibilidad. ¿Acaso era un pene el responsable de demostrar la teoría que vengo practicando hace años?

Cuando mi madre me habla de sus innumerables problemas siempre le pregunto porqué los tiene. Siempre es la misma respuesta. Porque es sensible. Y yo no entiendo porque soy insensible.

No soy insensible. Soy selecto. Elijo lo que me afecta. En la mayoría de los casos. Cuando puedo. Sensibilidad selectiva.

¿Y si somos como un pene? ¿Si realmente tenemos una sensibilidad limitada que necesitamos fraccionar a lo largo de lo que dure nuestra vida? Es la hipersensibilidad lo que nos vuelve insensibles en el largo plazo. Rocas. Seres sin escrúpulos capaces de caer en la bajeza absoluta. Y por eso cuido mi sensibilidad. No la derrocho. Por eso es que vivo atrincherado adentro de un prepucio.

sábado, 3 de abril de 2010

CUANDO LAS COSAS NO CIERRAN

Las mujeres tienden a alarmarse cuando se encuentran que de un día para el otro no pueden cerrarse los pantalones. Yo me había encontrado a mi mismo saliendo de la ducha e intentando sin éxito cerrar la toalla alrededor de mi cintura. Eso es realmente grave.

No me preocupa mi sobrepeso. Me preocupa pero no me urge en este momento.

Algo no estaba funcionando. La teoría nos dice que una vez que se toca fondo sólo se puede subir. Y lo único que subían eran los ácidos de mi estómago. Con cada vez más intensidad y frecuencia. Y el número de pelos en mi almohada no disminuía ni aún contándolos de a pares. Y comía cada tanto. Y engordaba.

Volví a analizar mi punto de partida. El punto más bajo que habían alcanzado mi autoestima y mis ganas de respirar. Eran bajos. ¿Pero que si no había logrado tocar el fondo? Peor aún, ¿si no existe el fondo? ¿De donde se apalanca alguien que no puede alcanzar el fondo?

Me ví por el resto de mi vida en este limbo. Flotando a cinco centímetros del suelo. Sin poder apoyar mis dos pies y saltar hacia arriba. Pelado. Gordo. Insomne. Solo.

Me interrumpió el sol. Me encontró por primera vez en días. Y me fui a la cama. A seguir pensando a oscuras. Rodando. Sudoroso. Intentando dormir.

viernes, 2 de abril de 2010

GUSTA DE MI

Es una frase graciosa per se. De la boca de una persona que permanentemente está haciéndonos creer que tiene la capacidad de comerse el mundo es aún más graciosa. Frase demodé. Frase que si no me equivoco se la escuche decir por última vez a Leonardo Sbaraglia en “Clave de Sol” durante una charla que mantenía con Pablo Rago.

Mi carcajada se ahogó rápido. Porque la cara de R. cuando percibe una herida en su orgullo me intimida. Y porque en ese contexto: De la boca de R., hacia mi oído, referida a un tercero, me resultaba catastrófica. Uno de los pocos códigos que manteníamos se había roto.

Me puse nervioso. No podía seguir con esa conversación de manera honesta y sincera. Tenía que protegerme. Camuflarme. Buscar armamento. Y me puse mis pantuflas. Mis pantuflas sin tope que convierten mis dedos en garras. Ahora era capaz de asentir el resto de la conversación y hasta opinar como si nada me importase.

Había puesto mi fachada en piloto automático. Lo que me permitía abrir el paso de combustible a mi cerebro, arrancarlo y pensar. En porqué había roto el código. No era un error. R. no los comete. No era casual. R. premedita.

¿Había dado R. el primer paso? ¿Me estaba llevando a esa conversación que llevo posponiendo desde el día que nos conocimos? Si le pedía cambiar el tema me iba a preguntar porqué. R. necesita siempre razones. Yo iba a necesitar explicar. Y no quería. No podía. No estaba listo.

Me armé de una sonrisa que no utilizo a menos que la situación lo amerite. Una que muestra un diente más que la habitual pero sólo del lado derecho. Y según la cantidad de veces que la ejecute puede llegar a temblarme levemente el labio inferior. Y asentí. Y opiné. Hasta que se rindió. Y se fue. Como si nada importase.

jueves, 1 de abril de 2010

SACATE LOS ZAPATOS

Soy un hombre observador. Me gustan los indicadores. La ausencia de calzado es un excelente indicador de que lo que se sucederá entre esas personas descalzas será sincero y honesto. Por eso me gusta charlar sin zapatos.

Yo estaba descalzo porque en mi casa siempre estoy descalzo. O usando pantuflas. Mis pantuflas. Viejas. Estiradas por años de contener mi empeine extremadamente alto y gordo. Pantuflas que ya no contienen. No hacen tope. Y los dedos se escapan por abajo. Formando una garra con la suela de goma. Alta.

R. tocó el timbre de la puerta de calle. No necesité bajar porque tiene llaves. Pero toca timbre. Hubiese también golpeado la puerta de arriba. Si yo no la hubiese dejado abierta para que pase.

Cada uno eligió un sillón plegable. Yo el que está más cerca de la puerta. R. el que está mas cerca de la ventana. Le gusta mucho la ventana. Y la luz. A mí la noche. Y las tormentas.

Los dos pusimos las piernas arriba de la mesa ratona. Las mías estaban dispuestas una junto a la otra. R. apiló sus pies apoyando el talón izquierdo sobre la punta del pie derecho. Formó un triángulo con las piernas por el que seguro hubiese saltado el gato de mi vecina de haber entrado a casa en ese momento.

Me preguntó si me molestaba que se sacase las zapatillas. Le dije que no. Y en un movimiento de talón se sacó la izquierda. Y con la punta del pie desnudo se sacó la derecha. Y suspiró con alivio. Y yo sonreí. Y hablamos horas. Una charla sincera y honesta. De muchas sonrisas mutuas.

miércoles, 31 de marzo de 2010

EL TROFEO DE UNA GUERRA QUE YA NO ME INTERESABA GANAR

En un movimiento magistral me guardé en el bolsillo su atado vacío de cigarrillos. Porque estaba abandonado sobre la mesa. Y lo guardé como el mayor de mis trofeos. Recordaría por siempre mi cena con ella. Ella que no come carne. No come carne. ¿Cómo puede una mujer no comer carne?

No conozco hombre o mujer que no la deseara. Yo seguía perplejo. Porque había descubierto su más oscuro secreto. Cada tanto tocaba el bolsillo de mi saco para confirmar que aún tenía la cajita vacía de cigarrillos. Que iría a mostrar a todo aquel que me cruzase durante el resto de mi vida. Mientras contaba la historia. Que tenía que redactar para que suene armónica y convincente.

Había caído en una profunda negación. Porque yo sabía que algo entre nosotros se había roto para siempre. Y no podía fingir que no era cierto.

Pensé en nuestros hijos. ¿Sería yo capaz de criarlos en un entorno donde se encuentre vedado todo alimento que haya tenido ojos?

Ya abrazado al inodoro del baño del salón de fiestas, volvió mi cabeza a plantearme lo sucedido. No come carne, me planteé entre vómito y vómito. Lo nuestro era imposible. Y con la caja de cigarrillos me limpié la boca. Y guardé en ella mi fantasía. Y luego la abandoné. En el baño del salón de fiestas.

martes, 30 de marzo de 2010

NUNCA CONFIES EN UNA MUJER QUE NO COME CARNE

Todo desierto tiene un oasis. Mis principios se doblegan ante un buen asado. Asado que si bien luego terminé vomitando en el propio salón, fue mi ambrosía.

No logré identificar cual es el peor momento dentro de los que se suceden en un casamiento. Buscar mi mesa y conocer aquellos con quienes compartiré las próximas horas de mi vida está definitivamente en la lista. La encontré y me senté. Conocía a quien ocupaba el asiento frente a mí. No así a su novia. A nadie más. Y sólo faltaban dos ocupantes. Que comerían de los dos platos contiguos al mío.

No podía creer que una de mis más grandes fantasías se había sentado a mi lado. Era mejor de lo que la había soñado. Tenía un vestido verde no lo suficientemente corto. No lo suficientemente escotado. Pero mostraba la espalda. Toda. Con un bronceado perfecto. Sin marcas. Porque de seguro toma sol en tetas. Porque es perfecta. Como su bronceado. Y su pelazo castaño y lleno de vida.

Se sentó y saludo a todos. A su lado se sentó un hombre. Un hombre que no era el que las revistas mostraban como su hombre. Y se aislaron en su mundo. Y ella se sirvió ensalada.

Una por una fueron desfilando las diferentes achuras. Ella no se sirvió de ninguna. Supuse que no querría comer morcilla en público. Supuse que se cuidaba de las grasas.

Luego que desfilasen frente a sus ojos, también sin ser atacados, todos los posibles cortes de carne, desconfié. Ella susurró al hombre que la acompañaba y éste se levantó. Quería preguntarle porqué no probaba la carne. Quería preguntarle quien era el hombre que la acompañaba. Quería que me diga si al menos consideraría tener hijos conmigo. No pude. Ella dio el primer paso en la conversación. Pidió la sal. Se la acerqué en silencio. Y dijo gracias.

Cuando su acompañante le trajo una empanada de humita su cara expresó instantáneamente un grosso descontento. Sin quererlo levantó la voz para hacer pública ante la mesa su indignación ante la falta de una alternativa vegetariana. Y mi corazón se detuvo. Y ella y su acompañante habrían abandonado la fiesta antes del postre.

lunes, 29 de marzo de 2010

CASATE CONMIGO

Hay varios motivos por los cuales los casamientos siempre me generan ganas de vomitar. En éste en particular se dijo que fue una salsa en mal estado lo que hizo que yo, igual que otras cien personas, termine desordenándome las tripas abrazado al inodoro del baño de un salón de fiestas.

Comí la salsa porque acompañaba un pincho. Y la gente tiende a abalanzarse sobre todo lo que venga enhebrado en un palito de madera. Y yo soy gente. Aunque a veces otra gente lo dude. Y yo también lo dude. De no haber comido ese pincho igual hubiese terminado vomitando. Porque es lo que me generan los casamientos.

No soy aficionado a los eventos ritualísticos. En particular aquellos que involucran disfraces y cotillón. De ser mujer iría siempre vestida de blanco. Y me quedaría en tetas en el medio de la pista. Y se las refregaría al padre de la novia. Y al novio.

¿Qué lleva a dos personas a exponerse tan superlativamente?

Jamás me gustó ser el centro de atención. Jamás me gustó sacarme fotos. Nunca bailo a menos que este completamente alcoholizado. Jamás un vals.

Paradójicamente mi estómago comenzó a llamarme la atención mientras en una pantalla se proyectaban fotos de dos personas en distintos momentos de sus respectivas vidas. Solos. Con sus padres. De niños. Con sus compañeros de secundario. En algunas de sus primeras salidas. Mientras entraban a la iglesia horas antes. Y de fondo una canción de Serrat. Eso sumado a la salsa en mal estado fue demasiado para un solo cuerpito. Y a la velocidad de un rayo corrí al baño. Y pasé el resto de la noche tratando de poner cada uno de los órganos que componen mi sistema digestivo en su respectivo lugar.


domingo, 28 de marzo de 2010

YO, BARATO

Pedí un trozo de queso y la respuesta vino encerrada entre dos signos de pregunta. Me molesta soberanamente cuando eso sucede. La mujer enfundada en un impecable blanco de pies a cabeza no me dio queso sino dos opciones: De marca o económico.

El término económico logra sacarme de eje. Porque la gente recurre a ese eufemismo cuando la necesidad la lleva a comprar productos baratos. Cuando compra productos que le dan vergüenza. Porque en sus cabecitas resumidas creen que son indicadores de marginalidad. Productos que para guardar en la heladera primero deben aflojar la lamparita y así no verlos. Porque la gente en su mayoría cree que los problemas desaparecen con ponerles una sábana encima. Con no verlos.

Respondí que quería el queso más barato. Ella tomó la horma y mirándome con su cara gigante y ajada me indicó que ese era el económico. No había sentido en responder. Porque no iba a entenderlo. Y porque ella tenía un cuchillo muy grande y de apariencia filoso en la mano. Y yo tan sólo un tomate.

¿Tanta vergüenza puede generar una palabra? ¿Tanto puede subirle la autoestima a una persona un simple eufemismo? ¿Un eufemismo tan barato?

Mientras caminaba la distancia entre el supermercado y mi departamento con el paquete de queso en la mano pensaba si tal vez era yo quien estaba siendo un poco intolerante. Pensaba en que jamás iba a lograr siquiera pronunciar la palabra económico. En que no soporto los eufemismos. Y que por el momento, yo iba a seguir comprando productos baratos.


sábado, 27 de marzo de 2010

BUSCO NARICES ROJAS PARA PAYASOS QUE ME DAN RISA

Nunca supe fingir cariño. Fingí respeto, alegría, llanto, miedo, orgasmos. Cariño me resultó siempre imposible. Nunca podría compartir una carcajada sincera con alguien que no encaja dentro de mis estándares de valores. Y que por lo tanto no quiero.

Lo primero que haría si un edificio se cae es averiguar porqué se cayó. No un culpable. La causa que podría hacer caer también el edificio de al lado. Y el que está junto a éste.

Entonces: ¿Cómo fue que quienes estaban hasta ayer compartiendo carcajadas hoy están mordiéndose unos a otros y arrancándose las uñas y la piel? Tuve que empezar a correr al verlos con sus ojos inyectados en sangre sentir mi presencia y saltar tras de mí. A comerse mis tripas. A arrancar mis uñas. A sacarme la piel.

Me alcanzaron. Intentaron morderme pero mi panza era de hule, y no se rasgaba. Mis uñas no se separaban de mis dedos. Mi piel era tan aceitosa que resbalaba entre los numerosos pares de garras que intentaban hacerme parte de su lucha.

Me preguntaron como logre inmunidad a sus ataques. Sólo necesité mirarlos. Verlos que aún desangrándose y con las tripas salidas y arrastradas por el suelo eran incapaces de dejar de hacer lo que yo jamás había podido me daba risa. Me desarmaba de risa de ellos. De su incapacidad de intentar averiguar porqué se están comiendo unos a otros.

Eran payasos a los que se les habían terminado los problemas para tapar sus problemas y se comportaban como infantes. Además, ¿Cómo habría de tenerle miedo a una bestia que sin un ojo, con sus patas mutiladas, sus dientes partidos y sus tripas arrastradas pretende hacerme creer que es capaz de hacerme daño?


viernes, 26 de marzo de 2010

EL ROMANTICISMO SEGUN UNA CHICA A LUNARES

En los últimos meses definí enloquecer como “carecer de la habilidad de ocupar el tiempo”. De esa definición se desprendía que mi urgencia por conseguir trabajo no estaba estrictamente vinculada a mi falta de liquidez. Por eso acepté cuando me llamo para que le instalase el aire acondicionado. Trabajo que no iría a cobrar. Aunque ella hubiese querido pagármelo.

No tenía puesto el vestido a lunares negros por el que la recordaré el resto de mi vida. El calor la había obligado a usar un short de jean extremadamente corto y una musculosa que había doblado por la mitad. Mostrando por completo su abdomen. Imperfecto. Real. Sexy.

Terminé a las siete de la tarde. Insistió invitarme con una cerveza. Y maní. Y empanadas chinas que su marido no había querido llevarse al trabajo.

A la tercera cerveza me empezó a hablar. Creo que de su vida. Y dijo la frase que todo hombre quiere escuchar de la boca de una mujer: “Odio el romanticismo”.

Cito textual: “No creo en las fechas. Me molestan. No quiero que tengas que pensar en que regalarme. Necesito que lo sepas. Cualquier día. En cualquier momento. Porque sí. Por el mero hecho de que sabes que es lo que necesito y me va a hacer feliz. Y odio las flores. Y los peluches”.

Sacando el hecho de que era obvio que había recibido un regalo inapropiado o un ramo de flores de peluche, me encantó su definición del romanticismo. Desestresada. Completamente desligada de lo cursi. De los clichés. Y no pude evitar imaginarla con el vestido blanco a lunares negros. Y el pelo suelto. Mirándome de la misma forma en que lo estaba haciendo.


jueves, 25 de marzo de 2010

MACHO EL QUE COME PASTO

Haber vencido uno de mis prejuicios más arraigados y concurrir a una sesión de terapia me dejó una sensación de adrenalina interesante. Y un déficit que me impedirá pagar las expensas de este mes.

Caminando por el sector verdulería del supermercado ví de manera explícita una nueva oportunidad de experimentar esa sensación. La que debe sentir el suicida al despegar de la ventana. La que debe sentir el ladrón cuando corre llevando en la mano su primer cartera. Estaba frente a mí y la iba a aprovechar. Rúcula en oferta.

Iba a comprar ese racimo de hojas del que tanto se habla entre todos aquellos que quieren ser del jet set. Lo iba a llevar hasta la caja con la frente alta. Estaba dispuesto a mirar a la cajera a los ojos cuando pase el producto por el lector óptico.

Tres personas y yo. Yo con la cantidad de productos que limita el acceso a la caja rápida.

Mi cuerpo se paralizó. Todos los músculos de la cara se me tensionaron. Gotas de sudor helado empezaron a correr por el cuerpo. Algunas se convertían en hielo y me cortaban la espalda y las piernas.

Tenía que ser veloz. Porque el tiempo que separa la entrada de donde yo estaba parado es escaso.

Con disimulo dejé caer el paquete al piso y en un solo golpe seco con la cara interna de mi pie derecho lo hice deslizar hasta quedar escondido debajo de un exhibidor de pilas y maquinitas de afeitar.

R. come carne cruda. Jamás comería rúcula. Jamás me volvería a mirar igual si le confesara mi deseo hacia la rúcula. R. me saludó rápido porque sólo dispone de una hora para almorzar. Miró mi compra. Bromeó respecto a que siempre llevo la cantidad de productos que limita el acceso a la caja rápida. Le retruque que tenía uno menos. Y nos despedimos. Y la rúcula quedó debajo del exhibidor.


miércoles, 24 de marzo de 2010

¿CUANTO CREES QUE VALE ESTA CHARLA?

No era sólo por hippie. No era sólo por su axila. No era sólo por el cigarrillo. No era sólo porque me recordaba a mi maestra de lengua de quinto grado, una hija de puta de las que ya no quedan. Quizás era por la cantidad de “no sólo” que acumulaba esa mujer. Y aún así, quizás no sólo por eso.

Luego de las presentaciones pertinentes me hizo la primera pregunta. Quería saber el porqué de mi decisión de ir a hablar con ella. Y si bien había decidido no darle ninguna información a esa señora con un evidente problema de desnutrición, opté por responder. Era una excelente oportunidad para explicarle mis prejuicios con la terapia y que entendiese porqué no me iba a presentar a la segunda cita que concertaríamos al terminar ésta.

La segunda pregunta fue un tanto más personal. Me pidió que hablase de mí. Y lo hice. En versión censurada y ATP. Porque no me sentía cómodo desnudándome ante un hippie.

Hasta acá llegamos por hoy. Tenemos mucho para trabajar. Y luego se hizo un silencio. Pregunte cuanto tenía que pagar. ¿Cuánto crees que vale esta charla? Y si en términos generales me molestan las respuestas encerradas entre dos signos de pregunta, ésta situación en particular me resultaba por demás desagradable.

Respondí con la verdad. Nada. Porque sólo había hablado yo. Incluso me di cuenta que no le conocía prácticamente la voz. Me dijo que ella trabajaba por dinero. Tenso pedí una cifra. Me la dio. Le pagué. Me fui.

No me fui más liviano. No me fui más contento. No me fui más angustiado.

Ahora sé lo que es la terapia. Mi próximo monólogo lo haré frente a mi escoba. O frente a la planta que no tengo. O frente al gato de mi vecina. Que me visita. Y seguramente, luego de escucharme, no me pedirá cien pesos a cambio. Y de hacerlo, me haría factura.


martes, 23 de marzo de 2010

¡QUITA TUS MANOS DE MI CEREBRO, HIPPIE!

Basándome en la evidencia empírica me era imposible resolver mi situación de plantear o no plantear; y dejando de lado los estragos que ésta había hecho sobre mis padres; decidí darle una y sólo una oportunidad. Hoy concurriré a mi primera sesión de terapia.

Entré con el cerebro en la mano y listo para ponerlo en las suyas. Entré y colapsé al instante. Era hippie. Agarré fuerte mi cerebro y lo escondí bajo mi remera donde rápido y fácilmente se camuflaría entre mi sobrepeso. Me invitó gentilmente a sentarme en un sillón de mimbre. Porque los hippies usan mucho mimbre. Ella se sentó en otro igual. No enfrente mío. En un ángulo tal que ambos alcanzásemos la mesa ratona que nos separaba y a su vez a ninguno nos molestase el reflejo del ventanal enorme que teníamos detrás.

En la mesa había un atado de cigarrillos. De veinte. Box. Y un cenicero. Y me ofreció uno. Y yo se lo rechacé gentilmente. Previo preguntarme si me molestaba, esa mujer de pelo corto, de un color amarillento que de a poco se iba perdiendo entre sus raíces, secas, sin vida, se prendió un cigarrillo.

Yo fumo. Pero ella no lo sabe. Y la escasa evidencia le haría deducir por lógica que no lo hago. A pesar de ello encendió un cigarrillo. No le importó si me molestaba. Preguntó sólo por seguir un protocolo. Y yo respondí también por seguir un protocolo. De todas formas no me molesta que fume. Pero me molesta.

Hacía calor. No tenía aire acondicionado. Porque los hippies son reacios a lo artificial. El flequillo de a poco empezó a pegársele en la frente sudorosa. Y la mujer de musculosa gris arratonada levantó el brazo para quitarse los pelos de la frente. Fue sólo un instante. Y alcanzó. Al ver su axila supe que esa era mi primera y última sesión de terapia.


lunes, 22 de marzo de 2010

SI TIENE PICO DE PATO, PUEDE LLEGAR A SER UN CAMELLO

Frialdad y egoísmo son dos características básicas de la personalidad de R. No actitudes personales para conmigo. Rasgos de su personalidad. Para con todos. Sean amigos, enemigos o transeúntes efímeros. Es así.

Intento fijar ese concepto mientras medito el tema de la charla con R. Charla que dado su carácter unilateral podría considerarse una declaración. ¿Alguna vez ganó quien apuesta una a mil? ¿Puede realmente algo ser lo que no parece? ¿Pueden estas características de R. hacer tan poco evidente que en realidad siente por mí lo mismo que yo siento?

Siempre me jacté de saber interpretar a las personas. De conocerlas de forma de jamás esperar más ni menos de lo que pueden dar. Así logré que cuando alguien de quien esperaba cualquier cosa me lanzó un hacha en llamas, ésta me atravesase sin siquiera despeinarme el flequillo. Por otra parte sufrí la mayor decepción en la vida por parte de alguien en quien había depositado toda mi confianza y amor.

Ví dos familias enfrentarse a la misma situación. A los mismos dilemas. Con los mismos recursos. Vi a cada una de esas familias reaccionar en la forma en que pensé reaccionaría la contraria. Perdí al apostar a la solidaridad contra el desamor. Perdí al apostar a mentiras e intolerancia contra la supresión total de las diferencias individuales. Perdí toda mi fortuna por creer tener la fija.

Sigo meditando. Mi papá me dijo siempre que si tiene pico, patas y cola de pato es un pato. Casi siempre lo es. Puede no serlo. R. es un enigma y si bien temo averiguarlo, me gustaría saber si es o no es. Un pato.


domingo, 21 de marzo de 2010

TE QUIERO FUERA DE CASA

Estaba terminando de leer el primer set de fotocopias. Por segunda vez. Remarcando con resaltador amarillo lo que consideraba importante. Criterio según el cual debía usar ese resaltador para remarcar mi fuerza de voluntad y ánimo por haber logrado terminar de leer el primer set de fotocopias. Porque lo consideraba importante.

Faltaban dos hojas. Realmente iba a lograrlo. Salí eyectado de mi silla al sentir algo suave y tibio caminando entre mis tobillos. El resaltador que debía remarcar los ítems importantes trazó una diagonal amarilla en una de las hojas. Y luego voló. Lo mismo hizo la taza donde hasta hace un rato había café, al ser golpeada por la contracara de mi mano derecha.

El intruso disparó con la velocidad de un rayo para instalarse bajo mi sillón plegable. Adoptando una posición de alerta máxima. Y me miraba a los ojos. Su pelo era de un gris plomizo casi plateado. Me seguía mirando. Como si conociera mis pensamientos y no tuviese el más mínimo reparo en utilizarlos en mi contra. Con la actitud pedante de quien sabe tiene el poder. Me miraba. Me acerqué con un pisotón estridente. Él escapó.

Prácticamente volando llegó al hueco que hay debajo de la mesa donde apoya mi equipo de música. Como quien sube una escalera pasó la hilera que forman los discos primero y la que forman los libros después. Escondido entre los libros y la tapa de la mesa me resultaba imposible acercarme. Maullaba. Yo aplaudía. Él maullaba. Yo zamarreaba la mesa. Él no se iba.

Odio los gatos. Odio el gato de mi vecina que se mete en mi casa. Y se esconde arriba de mis libros. Y me hace compañía. Y cuando la puerta esta cerrada golpea hasta que le abro. Y deja pelos que a la noche me hacen estornudar.


sábado, 20 de marzo de 2010

MATO AL QUE SE ME ACERQUE

Exterminé las cucarachas del baño. Arrojé sal sobre las larvas del enchufe. Arrollé con la persiana los murciélagos que allí vivían. Trituré con el marco de la puerta la rata que intentó colarse en mi living. Y mientras rociaba con insecticida la última araña que quedaba en el techo del cuarto, me percaté. Yo era el causante de mi soledad. Una por una había eliminado todo tipo de compañía que iba llegando a mi casa.

El silencio de mi cuarto no era el mismo sin el chillido de los murciélagos, o el sonido de sus garritas tratando de roer la tapa de la persiana. Entrar al baño despreocupado, sin una zapatilla en la mano y revisando cada rincón antes de ponerme a hacer pis no me resultaba tan relajado como creí resultaría. Y sólo la ví dos veces, pero se que nunca más va a estar, cada vez que lave los platos, la rata que me hizo romper un vaso al aparecerse en la ventanita de la cocina.

De alguna manera me había aislado de todo ser viviente. Me preguntaba si eliminar las alimañas que te rodean es el paso posterior a la locura o si sentir culpa por haberlo hecho es el paso previo.

Maté las cucarachas, las larvas, las arañas, los murciélagos y la rata. Maté a la mujer que me había invitado a cenar. A un lugar que me gustase.

Con la porción de pasto que entra en la palma de la mano de un chico de cinco años yo alimentaba a tres camellos hambrientos. Voy a dejar una cáscara de banana en el balcón y esperaré otra rata. Voy a mandarle un mail a la mujer que rechacé para invitarla a cenar a un lugar que ella considere agradable. Y no voy a dejar que vuelvan las arañas. Porque cuando estoy durmiendo bajan a la cama. Y me pican.


viernes, 19 de marzo de 2010

FRUTA QUE NACE ENLATADA

Dos decepciones de mi infancia. Creer que todo lo que se compraba con tarjeta de crédito era gratis. Creer que el ananá, los champiñones y el atún nacían en latas.

El champiñón me gusta. Pedí que me traiga para ponerle a la comida. Pedí champiñones. Pequeños. Cortados. Del mismo color que un perro labrador. En lata. Enfrente tenía una bolsa con hongos blancos. Sucios, de barro o algo peor. Duros. Me sentí desconcertado. Cortar uno y ver que por dentro era rosado fue lo que me hizo abandonar por completo la operación. Puse el cortado con sus compañeros, mandé a la mierda al responsable, tiré la bolsita a la basura.

Una historia de hace unos años me escribió un mail con una consulta. Cruzamos varios durante unos días hasta que dimos por solucionado su problema. Hoy me invitó a cenar. Para agradecerme. Porque al igual que yo está sola. Me pidió que eligiese el lugar y me negué rotundamente. Eligió. Me consultó. Hizo la reserva. Volvió a preguntar si estaba conforme.

Estaba conforme. Hacía mucho tiempo que quería comer en un lugar donde se puede participar de la decisión y por lo menos en apariencia, importaría lo que yo opine. Y la recuerdo guapa. La recuerdo divertida. Los mails que cruzamos no daban duda respecto a su inteligencia. Y era la excusa perfecta para volver a usar ropa limpia.

Mi celular me avisa que tengo un texto de R. por leer. Me invita al cine. Porque tiene 2x1.

Es posible que un ananá fresco sea mucho más jugoso y gustoso. Quizás si no me hubiese dejado apabullar por ese hongo blanco la carne hubiese quedado mejor. Y definitivamente es probable que el atún no se reproduzca desmenuzado y adentro de una lata. Pero yo pospuse mi cena. Vía mail. Y me fui al cine. Sin saber que película iría a ver.


jueves, 18 de marzo de 2010

¿NOS ENAMORAMOS POR SER BIPEDOS?

Gran parte del público que llenaba la sala rió. En el contexto del monólogo que estaba interpretando la bailarina chilena que se hacía llamar Isidora Zegers, esa pregunta resultaba realmente graciosa. Yo también reí. Ella había encaminado su idea hacia lo sexual. Pero de forma inteligente. Y desgraciada. Coger siendo un cuadrúpedo versus coger siendo una persona.

Mi cerebro redobló la apuesta y me puse a pensar en algo más profundo. Porque nunca me gusto intelectualizar el polvo. Y pensé en R. En nuestra relación enfermiza. En que necesitaba decirle de una vez todo lo que a mi me pasaba. Que no me resultaba práctico el dar sin recibir. Que sin darme cuenta, había generado un importante déficit emocional que amenazaba con llevarme a una quiebra permanente.

Al igual que la intérprete puse sobre la mesa a las personas y a los animales. Y envidié su capacidad de no poder hablar. Lo que muchas personas valoran como la gran diferencia que nos hace mejores, para mí era una cruz. Envidiaba la capacidad de los animales de solucionar sus problemas con gruñidos, arañazos o mordidas. Incluso el llegar a terminar con su oponente y poder seguir caminando sin la mirada juzgante del resto de la manada.

Me trajo de vuelta al mundo una carcajada de la platea. Lamenté mucho haberme perdido la mitad del monólogo de la chilena. Lo último que dijo frente al micrófono fue que se había cansado de hablar, y que iba a ponerse a bailar. Rocky racoon, de Los Beatles. Y eso hizo. Y era sensual. Y yo ya no pensaba en R. Ni en dos leones sacándose las tripas. Pensaba en como podía una mujer bailar tan bien. Con esas tetas enormes. Tan desproporcionadas respecto a su cuerpo.


miércoles, 17 de marzo de 2010

ESCALERA DE INFERENCIA

“A vos seguro te interesa porque te encanta cocinar”. Dijo eso en el medio de un monólogo al que no le estaba prestando la más mínima atención. Hay gente que nunca va a tener algo interesante para decir. Todos pusieron sus ojos arriba mío. Esperando que exprese interés, dado que a mí me encanta cocinar. Y no me gusta.

Peter Senge habla de la escalera de inferencia para explicar como se realizan actos según nuestras creencias, conduciendo a conclusiones erróneas. Generalmente las creencias se auto generan y no se cuestionan. Adoptamos esas creencias porque se basan en conclusiones, las cuales se infieren de lo que observamos, y de nuestra experiencia del pasado.

Siempre lo interpreté como la sabia afirmación de que la gente habla porque tiene boca. Y porque no te cobran por hacerlo. Ese ser humano afirmó que a mi me gusta cocinar. Más aún, afirmó que me encanta. La novia de un chico de barba que desde que llegó tuvo cara de querer irse, seguro se iría pensando que en mi biblioteca abundan libros de cocina de autor. Y que los domingos me indigesto con programas de cocina en la tv por cable. Y no tengo cable. Ni televisor.

Un pelado que se estaba yendo respondiendo al llamado de quién creo era una novia celosa, seguramente le iría a comentar que conoció al sucesor de Cholly Berretiaga. Porque no iría a decirle que me perfilo como Martiniano Molina. Ni siquiera como Narda Lepes. Sino como una señora entrada en años, con un problema de foniatría y marcadas tendencias neo nazis.

Se cocinar. Me gusta. No me encanta. Comer me fascina. El hecho que mi madre nos hiciese variar durante años entre los únicos cuatro diferentes platos que era capaz de elaborar hizo que desarrolle esta habilidad. Porque cocino bien. Excelente. Y según el contexto de algunas conversaciones, trato de infiltrarlo. Porque me hace parecer más interesante.


martes, 16 de marzo de 2010

HABLEME DE LA RELACION CON SU MADRE

Tiene 55 años. Es licenciada en bellas artes. Lleva diez años de divorciada y cincuenta y cinco de terapia. Vive en un departamento espectacular. Con mi persona preferida.

La respeto porque me enseñó mi única virtud valorable. Está vacía. Y yo también. Porque me enseñó a vaciarme. Vomito sobre la gente con naturalidad. Y sobre mi madre. Que también vomita sobre mí. Y sobre mi persona preferida. Y gracias a eso yo podría seguir durmiendo, mejor dicho, no sumaría otra causa para mi insomnio, si se muriese mañana. O si muriese mi padre. O mi persona preferida. Porque ya les vomite encima. Y estoy vacío. Y ellos conmigo.

Es una persona francamente insoportable. Por la misma causa que un operario de producción luego de veinte años trabajando en una planta se convierte instantáneamente en ingeniero, mi madre se ha convertido en psicoanalista. O así lo cree. Y tiene la desagradable manía de querer intelectualizarlo todo.

Mi heladera está vacía. No hoy en particular. Es su estado por default. Varias veces a la semana ceno en casa de mi madre. Porque mi heladera esta vacía. Y porque en algún punto lo necesito.

Digo que tengo hambre. Me pregunta si me pasa algo. Le repito que sólo tengo hambre. Me pregunta si quiero charlarlo. Reitero mi situación: hambre. Lo acepta, no sin antes decirme que tanto ella como mi padre están y van a estar siempre dispuestos a charlar siempre que yo lo necesite. Y a mi me entran ganas de empujarla por el hueco del ascensor. Pero recuerdo que es quien me enseño a ser libre. Y se me pasa.


lunes, 15 de marzo de 2010

EL FAVOR DE MATARSE

Antes que nada soy pragmático. Y confío mucho en la estadística. Y se que en los próximos 10 años está, si existe, la última oportunidad de revertir mi situación actual. Porque a los cuarenta años se terminan nuestras posibilidades. Porque a partir de ahí tu presente es, con alguna mínima variación para mejor o peor, tu futuro.

Veo a un hombre acorralado. Al que la vida lo ha llevado a perder por completo la dignidad y los valores de base. Hundido en las adicciones. Humillado por su propia persona. Solo. Perdiendo. Aislándose. Mi pragmatismo me lleva a pensar en lo impensable. Pero es evidente que ese hombre de sesenta años no se anima a hacer lo que sabe es su única salida.

Me pregunto que haría yo si en los próximos diez años no logro revertir mi situación. Si sigo sin interés. Sin conexión con el mundo. Insomne. Sucio. Gordo. ¿Sería capaz? ¿Conservaría el pragmatismo y el amor por la estadística? ¿Si además tengo la desdicha que la vida me dote de la salud física y la longevidad característica de mi familia?

Me alcanza mirar el balcón para saber que mi única salida es revertir mi situación en los próximos diez años. Que no podría. Yo no podría.

No se porque pero me río. Es evidente que el cerebro se me está secando. Me invade el optimismo. Me vienen ganas de vivir muchos años. Deseando solamente tener un amigo cerca, que si en algún momento me ve escuchando una canción de Cristian Castro, me haga el favor. Y me empuje.