sábado, 10 de abril de 2010

MI CASA MUSEO

En uno de los sillones plegables, el más cercano a la ventana, había un juego de sábanas limpias. Sábanas limpias que no había guardado en el armario. Sábanas limpias que dejaron de estar limpias. Sábanas que hoy olían a todo lo que se puede encontrar en el menú de una chopería barriobajera. Sábanas que sin haber usado debía lavar nuevamente.

Toda mi desidia parecía estar exhibida de forma ostentosa contra la pared del living. La pared que separa mi departamento del de mi vecina. Mi vecina dueña del gato que me frecuenta.

Mirar esa pared era ver a través de objetos la meta que me había propuesto en las últimas semanas. Percudida. Sucia. Olorosa. Estática por sobre todas las cosas.

Una vez que pasábamos los dos sillones plegables se aparecía inclinado un escobillón. Tapando con las cerdas un montículo considerable de tierra. Y pelo. Porque mi alopecia alcanza el nivel de poder medirse en cantidad de montículos de pelo rodando por la casa. Mugre. Cosas que barrí y jamás junté. Y luego barrí más. Y agrandé el montículo que tampoco junté.

Finalizando la exposición aparecía en el suelo la mancha. Nació como la huella de una bolsa de basura que había dormido en mi living más de lo que debía. Pasó a convertirse en una mezcla seca de ese fermento y un chorro de limpia pisos. Qué jamás limpié. Y que luego rocié con lavandina. Porque temía atraiga alimañas. Pero no limpié.

Vi energía perdida. Recursos desperdiciados por doquier. Al lavar las sábanas. Al juntar la tierra. Al agrandar la mancha. Lo que había encarado como un firme primer paso a la meta se había convertido en su inhibidor natural. Y me alejaba.


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