martes, 27 de abril de 2010

BOB, EL CONSTRUCTOR

Pensaba con la mirada fija en un punto sobre la pared que separa mi departamento del de mi vecina. Una pared grande. La más grande de mi departamento. Blanca.

Sobre los sillones plegables cuelga un lienzo. Abstracto. Sutil. De composición colorida. Alabado por cualquiera que haya entrado a mi departamento. Y a mi me gusta. El cuadro. El respeto que genera un lienzo. Pero no me ocupa la cabeza en este momento. Porque mi vista se fijaba en un punto. Desagradable. Una cicatriz imperdonable en el medio de mi pared.

Un clavo enorme. Grueso. Largo. Un clavo que yo no puse. Porque jamás clavaría algo así en mi pared. Clavo del que según pude comprobar en fotos colgaba un reloj inmundo. Ordinario. Un clavo que concentraba todo el egoísmo y la falta de respeto de R. Todo eso en el trozo de hierro que arruinaba el blanco impecable de mi pared. Y que no podía sacar porque la consecuencia sería peor.

Nuestros valores habían resultado absolutamente incompatibles. Ambos coincidíamos en que la buena cama era esencial. Al igual que el buen humor. Y poder mantener conversaciones interesantes. Pero mientras contemplaba el clavo me daba cuenta que era imposible construir sobre bases tan divergentes.

Yo pensaba en R. R. pensaba en R. Y ahí se evidenciaba la discrepancia. Porque quizás ambos llegábamos a la misma conclusión pero a través de valores completamente disímiles. Compartíamos el carácter indispensable de esa tríada de características que hacen a una pareja. Sólo diferíamos en un detalle. ¿Qué es “bueno”? ¿Para quién es “bueno”? Y mientras tanto el clavo.


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