miércoles, 21 de abril de 2010

CUCURRUCUCU

Mis pensamientos eran variados. Tenía que deshacerme de un cadáver. Tenía que limpiar el balcón. Tenía que diseñar un mecanismo que evitase la entrada del felinezco vecino a mi casa. Y entre tanto repetía en mi cabeza la frase: “Odio a los gatos más que a cualquier otra cosa”.

Ver de cerca la paloma muerta me generó un repentino respeto hacia los gatos. Un respeto similar al que podría tenerle a los tigres de bengala. O a la electricidad. Un respeto que haría que jamás permita al invasor volver a entrar a mi casa.

Supe tener un perro. Mi perro mató una rata dejándola irreconocible. Deshecha. Al punto que no podría ser distinguida de un mapache o de una porción abundante de guiso de lentejas. Porque fue un juego. De consecuencias nefastas, pero un juego. Bruto. Desprolijo. Baboso.

La paloma estaba apoyada sobre el lomo. Con las alas comprimidas. Las patitas rectas apuntando hacia arriba. Un tajo le abría el cuerpo por la mitad. Y desparramaba algunas de sus tripas. Un tajo preciso. Como el que haría la mano de un cirujano empuñando un bisturí filoso. Era claro que no había sido partícipe de un juego. Era claro que había sido ejecutada.

Entré y salí varias veces dando arcadas. No había forma que pudiese hacerme cargo de levantar ese desastre. Desastre del que debería hacerse cargo mi vecina. O su gato mismo. Deshaciéndose del cadáver junto con mi hombría. No podía tampoco dejar que eso pase.

En medio de un grito logré despacio meterla en una bolsa de papel con manijas. Bolsa que levanté con el palo del escobillón y guardé adentro de otra bolsa. Que dejé en el palier de mi casa. Y tiré un litro de lavandina concentrada. Y deseé que el gato se la fuese a tomar. Y me arrepentí. Porque no era capaz de hacerme cargo de otro cadáver. No en la misma semana.


No hay comentarios:

Publicar un comentario