domingo, 13 de junio de 2010

PODER NO QUERER

No se trata de que haya descartado mi invitación. No se trata tampoco de que la descartó en el último minuto dejando bacante un asiento con plato y mantel individual que bien podría haber sido ocupado por otra persona. Se trata otra vez del egoísmo como bandera de vida. Y de cómo yo detesto esa cualidad en las personas.

Asumí hace años que tengo cara de idiota. Lo descubrí un día que mirándome al espejo sentí un profundo deseo de abusar de mi confianza. Elegir mis amistades es crucial para mantenerme alejado del suicidio y los hidratos de carbono.

La primera respuesta a mi invitación es el puntapié inicial. “Creo que puedo”. Interpretar esta frase es muy sencillo: No tengo nada que hacer por ahora, pero prefiero no asumir aún el compromiso hasta descartar por completo la existencia de un plan mejor. Además, me fascina restregarte por la cara mi excesiva vida social, porque a diferencia de la tuya, nula, la mía es extremadamente activa, variada y divertida. Y sos gordo.

Puedo vivir con eso. Ahora vamos a lo que realmente me irrita. “No puedo, tengo un cumpleaños”. Escuchar con la soltura que la gente conjuga el verbo “poder” me hace sentir que estoy tragando una bola de pool. Siempre voy a preferir lo honesto de un “no quiero”.

Usó la palabra “cumpleaños” para remarcar la obligatoriedad de su plan alternativo. Y yo hubiese tolerado esa palabra. Pero no podía con el “no puedo”. Porque nadie “no puede”. La esencia de la proactividad humana radica justamente en eso, en que el ser humano tiene por naturaleza la capacidad de elegir, o sea, de querer o no querer.

Analizo la frase en su conjunto: No quiero ir a tu cena. No quiero comer tu comida casera. Nunca quise. Pero bueno, siempre es bueno tener un plan B en carpeta, por eso no te descarté de entrada. Conseguí un macho. Y voy a tener sexo salvaje toda la noche. Disfruta la cena mientras yo cojo. Y sos gordo.

Respondí el mail diciéndole que no era indispensable. Se que es mentira, pero cada vez estoy más cerca de creérmelo.


miércoles, 5 de mayo de 2010

QUERER O NO QUERER, THAT IS THE QUESTION

Mientras trago haciendo un esfuerzo sobrehumano por no saborear pienso que quizás uno podría terminar acostumbrándose a la gelatina de durazno. A su sabor artificial. A su consistencia dudosa producto de haber sido preparada a tientas ante la falta de un patrón de medida.

Lo bueno de implementar una dieta a base de un producto tan desagradable es que realmente uno termina perdiendo las ganas de comer. Aunque mi crecimiento en dimensión horizontal me resulta cada vez más inexplicable. Porque no como. No mucho. No cómo para engordar. Cada tanto pienso en entregarme a la OMG para que me estudien y analicen. Y porque siempre quise conocer suiza.

Invité a R. a cenar junto con un grupo reducido de personas. Reducido porque me molesta darle de comer a mucha gente. Y en los últimos meses cuatro personas se convirtió en la frontera entre tolerable y mucha gente.

Aclaré lo que había de cenar. Aclaré que iba a cocinar. Aclaré el carácter elitista del encuentro. Remarqué el honor que debía sentir de formar parte de esa selección. Mi especialidad para gente especial.

Su respuesta fue “creo que voy”. Le respondí que para mi eso implicaba un no. Porque lo implica por un lado. Porque me exaspera el divismo y la necesidad de atención permanente y exclusiva de algunas personas. Puse a R. en un rincón. Y mientras una gota de sudor le caía por la frente cedió y dijo que si, que vendría.

El día del evento en cuestión recibo un correo electrónico. De R. No tenía una sola palabra escrita. El asunto decía: “Nopuedotengouncumpleaños”. Lo eliminé instantáneamente. Quería romper cosas, pero me puse a comer gelatina de durazno.


martes, 4 de mayo de 2010

UN TIPO CON ONDA

La sonrisa en mi cara es tan optimista que incluso podría curar el cáncer. Mientras camino saludo a la gente que también camina por la calle. Algunos responden y otros corren gritando que en esa cuadra camina un loco suelto. Y en mi cabeza hay música. Y me muevo con ritmo. Porque el mundo es mío.

Agradezco más que nunca mi filosofía de evitar el transporte público. Porque soy feliz caminando. Porque el día es glorioso. Porque el frío hoy no me da frío. Porque a través de las nubes yo veo el sol. Y se que si quisiera, de un solo salto podría palmearle un cachete.

Una cuadra completa la hice bailando. Porque la música que emanaba del gimnasio me lo pidió prácticamente de rodillas. Y en la esquina me ví reflejado en una vidriera. Mi cabeza estaba llena de pelo. No estaba tan gordo como creía. Mi cara tenía color. Y no había manchas. Y mi sonrisa, dios mío, que sonrisa. Me guiñé un ojo. Porque personas como la que estaba mirando en ese momento no abundan. Y son quienes hacen de este mundo un lugar menos peor.

La calle. La ciudad. La vida. Todo olía a éxito. A logro. A optimismo. Emoción.

Sin darme cuenta había llegado. Mostré mi documento en la recepción y dije mi nombre en voz alta. Porque nadie podía perdérselo. Nadie merecía omitir mi presencia. No se si aluciné o no, pero la recepcionista me tomó de un brazo y bailó conmigo. Y fuimos juntos hasta la salita.

Me senté. Siempre sonriente. Me arremangué. Cerré el puño después que me atasen una gomita en el brazo. Y ví la aguja. Y escuché la mentira más grande en la historia de la humanidad. Después que la bioquímica me dijese que no iría a sentir nada me desmayé.


lunes, 3 de mayo de 2010

LA ULTIMA CENA

Mi cuerpo ya oscila entre los 36 y los 36.5 grados centígrados. Los mocos han adquirido una consistencia más espesa y bastan cinco o seis servilletas de papel al día para que no resulten un problema. La tos no duele porque pasó a ser un medio de evacuación de porquerías que mi cuerpo no necesita. Y hace varias decenas de horas que no estornudo.

Hace frío. Llovizna. Si bien es la primera vez en días que me siento una persona no quiero salir a la calle. Por eso debo llamar a mi padre para cancelar nuestra cena característica. Porque prefiero quedarme en mi casa. Guardado. Protegido.

Mientras llamo pienso en lo que estoy cancelando. En lo jugoso, tierno y sabroso de lo que estoy cancelando. Y mi estomago me patea recordándome que existe. Luego de días de no interactuar retomamos contacto. Lo que siento no puede considerarse apetito sino un profundo deseo de alimentación suculenta que podría según algunos autores especializados considerarse necesidad.

La llamada de cancelación se convierte en una llamada de invitación. A visitarme. A ver mí casa limpia. A cenar con el milagrosamente recuperado. Y acepta. Porque mi padre tiene una extraña obsesión con mi departamento.

Mi hermano demostrará durante toda su estancia el descontento que le ha generado el no comer en la habitual parrilla. Mi padre cuestionará cada detalle de mi vida independiente. Esté o no visible. Incluso mi relación con el gato, intentando arrojarlo por el balcón.

De pronto vuelvo a sentir todos los síntomas que horas atrás eran un recuerdo. Y me pregunto si una tira de asado del más noble ejemplar vacuno vale mi salud mental. Y corto, mastico y trago. Y la respuesta la expresa sin palabras mi sonrisa.


domingo, 2 de mayo de 2010

SONRIA, LO ESTAMOS MONITOREANDO

Odio la gente que no es fiel a su esencia. Una persona incapaz de dar, dueña del más puro egoísmo, tendría que al menos, tener la delicadeza de no hacerse querer. De no estar. Y R. me había dado el más certero golpe por debajo del cinturón.

“En esta ventana por favor chatea con barbijo”. Me dijo eso mientras yo le relataba como había dejado de ser una persona para convertirme en un arma bacteriológica de destrucción masiva.

Durante las siguientes jornadas no paré de recibir mensajes de texto. Mensajes de correo electrónico. Ventanitas titilantes en mi msn. El mismo concepto. Curiosidad respecto a mi salud. Confirmación de que sigo respirando. Mensajes escuetos. De pocas palabras. A veces R. sólo le ha enviado un zumbido.

Jamás recibí una llamada telefónica. Porque la empresa que le suministra servicio de telefonía celular no considera mi número como apto para la promoción de llamados gratis de por vida. Y hablar por teléfono es costoso.

Jamás recibí una visita. Porque estoy enfermo. Y quizás contagio. Y seguramente mi apariencia excede lo desagradable. Y tengo mocos. Y voy a estornudarle encima.

La situación me enfermaba pero desde otro ángulo. Me atacaba el sistema psíquico espiritual. No entendía. R. estaba. Relativizando su actitud según sus características personales sentía que me había donado un pulmón y dos litros de su sangre. Y odiaba eso. Porque R. nunca está. Porque R. es egoísta. Porque R. no quiere a nadie más que a R.


sábado, 1 de mayo de 2010

MI MAMA ME MIMA

Hice un bollo y tiré al costado de mi cama la última servilleta de papel. La última del segundo rollo de servilletas de papel. El tiempo entre estornudo y estornudo no parecía aumentar sino todo lo contrario. En el oído izquierdo sólo podía escuchar el zumbar de un enjambre de moscas africanas. Sentía mi cabeza crecer hasta alcanzar el tamaño de un zeppelín y de mi nariz habían dejado de salir mocos para ya salir manadas de focas, haitianos, un equipo completo de basketball y una orquesta de cuerdas con todo y sus instrumentos.

La fiebre iba y venía. Me alegraba a los 37 grados. Me mareaba a los 39. Creo que me desmayé a los 40.

Vía Chat le pasé el parte médico a mi madre. Creo que porque siempre temo morir y que me encuentren descompuesto. No se el motivo. Coquetería, tal vez.

Discutimos como no podía ser de otra forma. Ella insistía con llamar al médico. Yo insistía con que no confío en la medicina occidental. Ella me pregunta que necesito. Y yo respondo que nada. Pero digo que tengo hambre. Que tengo frío. Que estoy sucio.

La fiebre me impide distinguir un escobillón de un elefante violeta alado revoloteando por mi casa. Por eso demoré más de lo normal en distinguir entre el sonido del timbre y una alucinación. Mi madre toca timbre porque no tiene llaves. Y es el único momento en el que detesto que así sea. Pero como se que es el único, no voy a darle un juego.

Alega haber pasado sólo porque estaba cerca. En la mano izquierda una bolsa contiene aproximadamente el 50% de los artículos que se pueden encontrar en una panadería. Una panadería que frecuento. Cuando entra se queja del olor. Se ríe con algo de indignación.

Mirando y olfateando mi casa dice no explicarse como no me enfermé antes. Y me manda a bañar. Y yo voy. Y cuando salgo me acuesto en una cama recién hecha. Y me duermo. Y cuando me despierto mi casa huele a limpio. Y alucino estrellitas en el piso. Y en la mesa. Y en el mármol de la cocina. Y como facturas en la cama. Y me siento idiota. Y un completo inútil. Pero feliz.


viernes, 30 de abril de 2010

UNA PESIMA BUENA NOTICIA

Hay veces que creo que soy diferente del resto de la humanidad. Diferente mal. Diferente como nadie desearía. Hay veces que creo que soy el único ser humano al cual las buenas noticias le traen inconvenientes. Soy el único que recibe malas buenas noticias.

Ya había tirado la toalla hace tiempo. Bastante. Lo suficiente para que juntase hongos y olor a humedad. Y a pie sudoroso. Me había visto como un desempleado crónico. Calvo. Obeso.

El teléfono sonó para, además de arruinar mi encuentro sexual, darme lo que cualquiera interpretaría como una buena noticia. Repregunté varias veces dado lo increíble del llamado. Creo que alteré a una empleada de recursos humanos de nombre Silvana, que para el final de la conversación había perdido por completo el tono dulce con el que se presentó al atender la llamada.

Una gran corporación había decidido que yo contaba con las aptitudes necesarias para sumarme a sus filas. Era evidente que una gran corporación había cometido un gran error. O había comenzado a implementar un ambicioso plan de reinserción social.

Acepté. Corté. Pensé. Me alteré. Como no quedaba ni té verde, comí con voracidad un paquete entero de galletitas de agua en lugar de fumar. Mi presente me había planteado un desafío insospechado. Mi futuro dependía de mi desempeño en los próximos seis meses que duraría mi contrato de prueba. Dudé de mí. Dudé de quienes me seleccionaron. Sabía que eran ellos quienes habían cometido un error. Y no podía dejar de pensar en que seguramente pasado mi contrato de prueba, si es que llego a terminarlo, me despedirían. Y me deprimiría. Y engordaría.