viernes, 30 de abril de 2010

UNA PESIMA BUENA NOTICIA

Hay veces que creo que soy diferente del resto de la humanidad. Diferente mal. Diferente como nadie desearía. Hay veces que creo que soy el único ser humano al cual las buenas noticias le traen inconvenientes. Soy el único que recibe malas buenas noticias.

Ya había tirado la toalla hace tiempo. Bastante. Lo suficiente para que juntase hongos y olor a humedad. Y a pie sudoroso. Me había visto como un desempleado crónico. Calvo. Obeso.

El teléfono sonó para, además de arruinar mi encuentro sexual, darme lo que cualquiera interpretaría como una buena noticia. Repregunté varias veces dado lo increíble del llamado. Creo que alteré a una empleada de recursos humanos de nombre Silvana, que para el final de la conversación había perdido por completo el tono dulce con el que se presentó al atender la llamada.

Una gran corporación había decidido que yo contaba con las aptitudes necesarias para sumarme a sus filas. Era evidente que una gran corporación había cometido un gran error. O había comenzado a implementar un ambicioso plan de reinserción social.

Acepté. Corté. Pensé. Me alteré. Como no quedaba ni té verde, comí con voracidad un paquete entero de galletitas de agua en lugar de fumar. Mi presente me había planteado un desafío insospechado. Mi futuro dependía de mi desempeño en los próximos seis meses que duraría mi contrato de prueba. Dudé de mí. Dudé de quienes me seleccionaron. Sabía que eran ellos quienes habían cometido un error. Y no podía dejar de pensar en que seguramente pasado mi contrato de prueba, si es que llego a terminarlo, me despedirían. Y me deprimiría. Y engordaría.


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