sábado, 24 de abril de 2010

PROMOCION 1810

Pocos amigos me quedaron del colegio secundario. Porque soy antipático. Porque no fueron mis amigos durante el colegio menos lo irían a ser después. Y porque muchos enloquecieron luego de terminar la secundaria. Algunos durante. Bastantes durante. Caigo en cuenta que de adolescente ya atraía hacia mi entorno personajes con las más diversas patologías psiquiátricas.

Me aburren mucho los reencuentros. Reencuentros cada vez menos frecuentes. Porque son iguales. Todos. Porque no me gusta ver gente que no maduró una hora desde el día que nuestro profesor de matemática nos dio el diploma. Porque me aburre escuchar las mismas anécdotas. Con el mismo tono. Las mismas pausas. Las mismas risas casi ensayadas. Los mismos suspiros de nostalgia ubicados en el relato con una precisión absoluta.

Voy a todos. En los últimos doce años jamás me he perdido un reencuentro. Tengo mis motivos. Por un lado salir de mi casa me resulta cada vez más necesario. Desde el otro extremo, ver comportamientos infantiles en personas de treinta años me recuerda el maravilloso don de la cordura. Y me hace sentir aunque sea por un instante que no estoy completamente desbarrancado.

Por sobre eso prepondera un motivo. Un instante. Son minutos valiosísimos que justifican volver a escuchar el relato de cómo en cuarto año le pinchamos las cuatro gomas a la renoleta de la profesora de matemáticas a la que luego vimos resbalarse y quedar inconsciente en la puerta del colegio mientras iba a denunciarnos con el director. Y fingir las risas en el momento en que ya todos sabemos que hay que hacerlo. Y pronunciar el nostálgico “te acordás” en si bemol.

Es ese instante inicial al que esta vez le temía más que a una jauría de perros rabiosos. Porque era probable que esta vez no pueda reírme hacia mis adentros. Ni comentar con mi amigo en el baño. Porque quizás sería el año en que yo sería. El más gordo. El más pelado. El más sucio. El más soltero. El más solo. El menos.


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