jueves, 25 de marzo de 2010

MACHO EL QUE COME PASTO

Haber vencido uno de mis prejuicios más arraigados y concurrir a una sesión de terapia me dejó una sensación de adrenalina interesante. Y un déficit que me impedirá pagar las expensas de este mes.

Caminando por el sector verdulería del supermercado ví de manera explícita una nueva oportunidad de experimentar esa sensación. La que debe sentir el suicida al despegar de la ventana. La que debe sentir el ladrón cuando corre llevando en la mano su primer cartera. Estaba frente a mí y la iba a aprovechar. Rúcula en oferta.

Iba a comprar ese racimo de hojas del que tanto se habla entre todos aquellos que quieren ser del jet set. Lo iba a llevar hasta la caja con la frente alta. Estaba dispuesto a mirar a la cajera a los ojos cuando pase el producto por el lector óptico.

Tres personas y yo. Yo con la cantidad de productos que limita el acceso a la caja rápida.

Mi cuerpo se paralizó. Todos los músculos de la cara se me tensionaron. Gotas de sudor helado empezaron a correr por el cuerpo. Algunas se convertían en hielo y me cortaban la espalda y las piernas.

Tenía que ser veloz. Porque el tiempo que separa la entrada de donde yo estaba parado es escaso.

Con disimulo dejé caer el paquete al piso y en un solo golpe seco con la cara interna de mi pie derecho lo hice deslizar hasta quedar escondido debajo de un exhibidor de pilas y maquinitas de afeitar.

R. come carne cruda. Jamás comería rúcula. Jamás me volvería a mirar igual si le confesara mi deseo hacia la rúcula. R. me saludó rápido porque sólo dispone de una hora para almorzar. Miró mi compra. Bromeó respecto a que siempre llevo la cantidad de productos que limita el acceso a la caja rápida. Le retruque que tenía uno menos. Y nos despedimos. Y la rúcula quedó debajo del exhibidor.


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