sábado, 27 de febrero de 2010

COMO ESCONDER UN ELEFANTE EN UN TARRO DE MERMELADA

No soy antipático. Tampoco veo bien de lejos. Me gritó para llamar mi atención. Hice foco en una mujer alta, de caderas anchas y con un par de tetas que bajo ningún concepto la naturaleza le daría a una mujer de su edad. La reconocí por su cuerpo dado que unas gafas de sol enormes le tapaban una parte considerable de la cara.

Respondí “como puedo” cuando me preguntó como estaba. Me costaba hablarle a una persona con prácticamente una máscara de soldar cubriéndole la cara. No había sol. No había reflejo. No había justificante para ese accesorio.

Le pregunté por ella. Por su vida. Con mucha cautela indagué si seguía en pareja con el mismo tipo que hace dos años, el tiempo aproximado que estuve sin verla. Me dijo que si. Me dijo que estaba enamorada. Que estaba orgullosa de haber cambiado tanto a una persona. Que era feliz. Yo no podía dejar odiarla por quedarse atrás de esos cristales polarizados.

Me empezó a contar que su hermana tenía problemas de adicciones. Me habló de cómo una amiga que tenemos en común quedó deliberadamente embarazada para que su novio no la dejase. Me tuve que enterar además que su ex novio enloqueció y abandonó una carrera impecable como ingeniero para vender artesanías en una feria.

Un hombre atolondrado le golpea la espalda. Instintivamente ella se aferra a la cartera. En ese movimiento tan raudo, sus infames lentes se caen. Ambos nos agachamos a buscarlos. A pesar de su intento de esquivarme la miré a los ojos. Sonrió forzosa. Avergonzada. Ya con los lentes puestos otra vez y la voz entrecortada me dijo que le había encantado verme. Me deseó una vida mejor y siguió caminando.

Y dejando a un lado su desgracia, que considero una de las peores atrocidades de la humanidad, yo fui feliz.

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