lunes, 22 de febrero de 2010

DONDE HABITA UN OSO PANDA

La detesto, pero no se me ocurre nada más práctico y pedagógico para graficar la naturaleza adaptativa del ser humano que la parábola de la rana hervida. Mi nariz había sido sumergida en una cacerola de agua fría, que luego alguien puso a fuego lento sobre una hornalla.

El ritual para entrar a mi casa siempre es el mismo: 1) Bajar del ascensor. 2) Verificar que ningún psicópata peligroso me esté esperando en la escalera de incendios. 3) Cerrar el ascensor. 4) Abrir la puerta y entrar. 5) Cerrar la puerta raudamente y trabarla con un pie. 6) Cerrar con llave.

No fue necesario culminar el paso 4 para que el procedimiento en un todo colapse. Al mismo tiempo que entraba al departamento mi nariz saltaba de mi cara como la rana de la parábola al rozar el agua a cien grados.

Por primera vez sentí olor con la piel. Con los ojos y el estómago. Con la nariz. El ambiente era espeso, húmedo. En el charco que habían dejado las bolsas de basura junto a la puerta del living olía a una mezcla de fruta fermentada y yerba húmeda. Por la rejilla del baño emanaba olor a mierda y mi colchón no paraba de reprocharme haber estado sin bañarme durante todos esos días que la temperatura no bajó de los 35 grados. Intenté refugiarme en la heladera pero me expulsó con su olor a manteca rancia.

Abrí todas las ventanas. Incluida la del baño, una muy chiquita por donde se suelen meter murciélagos. Abrí las puertas. Incluida la de la heladera. Y la del departamento. Me fui a fumar un cigarrillo a la escalera de incendios.

Pensé mucho como describir esa combinación de olores. Un zoológico. Una jaula. Un campo de concentración. La casa de Elton John. Creo que lo que más se le acerca, es el olor que siente un oso Panda en el preciso instante en que la bala del cazador le atraviesa el cráneo.

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